
Las últimas luces de la tarde bañaban de rojo el paisaje mientras el automóvil recorría a toda velocidad la recta.
- Adoro hacer el amor de esta forma - ronroneó Sara a la par que el auto se precipitaba por una suave pendiente, levantando imperceptiblemente sus nalgas de los muslos de su compañero.
Alex respondió con un suspiro cuando el final de la pendiente presionó largamente el cuerpo de su amante sobre él.
- Lástima que el recorrido dure tan poco, - murmuró en su oído - en media hora habremos llegado.
Habían elegido ese trayecto por la suavidad de sus toboganes, que superaban en línea recta las interminables colinas de la meseta antes de descender la abrupta pendiente que les llevaba a su destino, a orillas del mar. Era una pista muy frecuentada por las parejas de enamorados. Ideal para hacer el amor por el camino y pasar el fin de semana junto al mar.
Sincronizaron su clímax con los últimos traqueteos del puerto, justo antes de desembocar en la corta llanura que se extendía hasta la orilla.
Sara terminaba de retocar su peinado cuando el vehículo se detuvo en la entrada del hotel. Haciendo caso omiso a la mirada pícara del portero, salió al exterior alisando su falda.
- No entiendo por qué a la gente no le gustaba al piloto automático - comentó con un guiño a su novio.
- Bueno, tengo entendido que conducir disparaba la adrenalina al personal.
- Pues yo prefiero que me disparen otras cositas... - susurró Sara a su oído, sujetando la mano de èl sobre su cadera y mirándole fijamente a través de las gafas tintadas.
Se acercaron a recepción y Alex pasó la tarjeta por el lector. Una voz metálica, carente de inflexión, le saludó:
- Bienvenido al complejo Marparaíso, señor. Mi nombre es Mary Mar. Su habitación es la 2102. Los ascensores se encuentran a su derecha. Esperamos que su estancia sea de su agrado. Si se le ofrece cualquier cosa, no dude en solicitar nuestra ayuda.
- Vale, vale, chatarrilla - comentó jocosamente Alex, sin separar la mano de la cadera de Sara - devuélveme ya mi tarjeta.
Se dirigieron al ascensor. Las puertas se abrieron automáticamente y sonrieron con satisfacción al observar el moderno interior. Nada más entrar, la pared semicircular se iluminó mostrando un paisaje de ensueño: una playa paradisíaca que se extendía hasta los acantilados que se perdían a lo lejos entre la bruma. Un mar esmeralda rompía en grandes olas, coronadas con penachos de espuma. La copa de una palmera cargada de cocos asomaba por la derecha, arrojando su fresca sombra a sus pies.

- Esto promete... - sugirió ilusionada Sara, aspirando el aroma a brisa marina... - parece que es de última generación.
- ¿A su habitación, señores? - sugirió la voz metálica.
- Sí, Mary Mar. ¿Sabes si ha llegado ya el equipaje?
- Su equipaje está listo, señor.
- Gracias.
- A su servicio.
El ascensor frenó suavemente en el piso 21. Las puertas se abrieron hacia un pequeño recibidor de paredes acristaladas. Sus pasos crujieron sobre la moqueta de poliplasma que simulaba la arena de la playa. La vista sobre la bahía era excelente. Pararon unos segundos a contemplar el vuelo de las gaviotas, que evolucionaban sospechosamente a su altura.
- Son imágenes sintéticas - comentó desilusionada Sara.
- ¿Qué esperabas? ¿Una gaviota volando delante de cada vestíbulo?
- Ya, pero preferiría que no las pusieran. Así, si pasa una, sé que es de verdad...
- Pues a mí me parece bien. Vamos, estoy deseando bajar a la playa - tiró de su mano hacia el pasillo.
Una puerta se abrió silenciosa ante ellos y la voz de Mary Mar les dio la bienvenida por enésima vez.
- Su habitación, señores. Esperamos que todo sea de su gusto.
- Sí, gracias - respondió Alex mecánicamente mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.
- Nos cambiamos rápido y bajamos a ver la bahía, ¿vale? - comenzó a urgir a su compañera, que estudiaba el interior del armario.
- Si, claro. ¿Crees que me sentará bien? - preguntó estirando sobre su ropa un bañador plateado de profundo escote en uve que debería mostrar generosamente su ombligo.
- Claro, cariño. Ya sabes que a tí todo te queda de maravilla..
- Ya. Pero... ¿No crees que me hace el pecho pequeño? - Se volvió hacia el espejo ajustando la prenda contra su cuerpo. El contacto del tirante sobre la piel desnuda de su hombro activó el autocolor, tornando la prenda del color crema del techo. - Mary Mar, ¿podrías activar las paredes? Quiero ver cómo me queda el azul cielo...
Inmediatamente las paredes y el techo de la habitación se cambiaron, mostrando una imagen de playa parecida a la del ascensor aunque, esta vez, pequeñas olas rompían a su alrededor mansamente.
- Mary Mar: fuera volumen, olor. - ordenó Alex - No los necesitas para cambiarte, ¿verdad?
- Da igual, tesoro. ¿Qué tal me queda ahora?
Al girarse sobre sí mismo no pudo reprimir un silbido de admiración. Realmente estaba espléndida. El ajustado bañador cubría elegantemente su pubis y ascendía separándose bajo su ombligo en dos líneas cada vez más delgadas hasta sus hombros, adheriéndose a sus pechos. El cambiante azul del cielo, transitado por ligeras nubes movidas por el viento, contrastaba con la piel morena de la joven. Sara se dio la vuelta coqueta, alzándose sobre las puntas de los pies. Las líneas rectas y angulosas de la parte delantera producían un agradable contraste con la suavidad de las curvas de la insinuante parte posterior, cuyos tirantes trazaban una ligera curva que iba pronunciándose suavemente hasta cerrarse al final de su espalda.
- Deliciosamente abajo - murmuró para sí Alex.
- ¿Decías? - se volvió coqueta de nuevo.
- Nada, nada, que me gusta mucho.
- ¿De verdad? ¿No me hace algo gorda?
Nunca entendió la manía de las mujeres en insistir sobre sus posibles defectos. Ella sabía perfectamente que no le sobraba ni un gramo. Pasaba horas al día revisando su controlador biótico.
- Cariño, sabes que no te sobra ni te falta nada - avanzó abrazándola.
- Espera, espera... - le separó unos pasos - ¿seguro que está bien?

- Sí, mi amor. - no pudo ocultar un deje cansino - Venga, vamos abajo. - Terminó, enfrentándose a su vez al estante de los bañadores. En un santiamén se había desnudado y vestía un tanga irisado, cuya bolsa sujetaba firmemente su sexo, mostrando su pubis rasurado.
- ¿No te vas a poner el autocolor? - le preguntó Sara, contemplando apreciativamente su anatomía.
- No podría competir con el tuyo... parece que vamos de uniforme.
- Ya, pero me gusta más la forma del otro
Alex se preguntó qué quería decir con lo de 'la forma del otro'. A él todos le parecían iguales. Siempre los elegía exactamente a la medida de sus genitales, y las tiras que se ajustaban a sus caderas y pasaban entre sus glúteos tenían prácticamente el mismo grosor. Salvo el color, le parecía imposible diferenciarlos, pero decidió no decir nada.
- Mañana me lo pongo, mi vida. ¿Bajamos ya? - añadió con ligera impaciencia.
- Sí, espera un instante, que me cambio de calzado.
Sara se inclinó calzándose unas sandalias plateadas. Reguló la altura del tacón con un gesto mecánico. Sacó un lápiz de pintura de su bolso y fué tocando suavemente cada uña del pie. Tocó ligeramente su bañador para sincronizar el color. Las pequeñas nubes comenzaron a deslizarse de una uña a otra con deliciosa cadencia. Tomó el pequeño bolso rápidamente y salieron.
Tomando la mano de la muchacha, Alex se dirigió al ascensor. En un santiamén estaban en el espacioso hall, recorrido por unos pocos huéspedes. Un hombre entrado en años tomaba un cocktail apoyado indolentemente en la barra. La que parecía su esposa cubría su cuerpo con una gasa arcoiris anudada al cuello que ocultaba parcialmente su bañador de color mimbre. Unos niños jugaban entre los sofás con sus pistolas siderales. Alex no pudo reprimir una oleada de furor al observar la mirada lasciva con que el hombre acompañaba los movimientos de Sara. La decoración del hall, en madera y mimbre, hacía que el bañador de ella se mostrara prácticamente del color de su piel, provocando la sensación de que iba desnuda. Una ninfa desnuda, vestida únicamente con unas sandalias plateadas de tacón invisible y unas gafas de sol tornasoladas.
Miró de reojo a su compañera. Avanzaba altiva, consciente de su imponente aspecto. Estaba acostumbrada a provocar esa reacción en los demás. Se diría que, hasta cierto punto, disfrutaba de la situación, sintiéndose admirada y deseable. "Bueno, al menos le sirve para algo tanto dinero invertido en su aspecto" - pensó acelerando el paso mientras sentía sobre su espalda la mirada evaluadora de la dama. Esta vez fue Sara la que aceleró perceptiblemente.
Llegaron hasta la inmensa cristalera que se abría hacia el exterior y pararon unos instantes, disfrutando del paisaje. Una hermosa playa tropical flanqueada de altas palmeras se abría ante ellos en forma de media luna. Al fondo, los acantilados semiocultos por la bruma de las olas que rompían a su alrededor. Una pasarela de madera partía del pequeño porche, cubierto del mismo material, y avanzaba sinuosa entre arbustos cubiertos de flores hasta una caseta de techo de paja. Bajo su fresca sombra se resguardaban algunos parroquianos, sentados sobre altos taburetes. El olor a sal y a algas lo impregnaba todo. Casi podían sentir la suave brisa marina mecer sus cabellos.
- Venga, vamos a ver cómo es - tiró Alex impaciente de la mano de su compañera.

Una pequeña puerta se abrió ante ellos. Durante unos instantes permanecieron inmóviles, deslumbrados por el sol. Esperaron a que sus gafas se graduaran a la nueva intensidad de la luz y comenzaron a recorrer el porche hacia el camino.
Entonces sucedió. Sara pisó mal entre la última tabla del porche y la primera de la pasarela. El tacón automático de su sandalia reaccionó rápidamente provocando una brusca sacudida y Sara cayó sobre la pasarela, golpeándose con dureza en la sien. El golpe hizo saltar la patilla y sus gafas de sol salieron despedidas hacia la arena.
Instintivamente, estiró un brazo para tomarlas. No pudo reprimir un grito de sorpresa cuando sus dedos tomaron contacto con lo que, hasta ese momento, creía arena. Docenas de bolitas de corcho blanco se adherieron a sus dedos mientras cogía la patilla de las gafas. Levantó la vista a su alrededor. La pasarela de plástico azul avanzaba entre un mar de bolas de corcho. No había flores ni arbustos. No había arena ni conchas. El cielo anaranjado por la radiación estaba jalonado por franjas de pesadas nubes grises. Ninguna gaviota habría podido sobrevivir en aquel mar plomizo, de encrespado oleaje. A unos veinte pasos se encontraba la caseta de plástico reflectante. Junto a ella, los parroquianos conversaban animadamente encaramados a sus taburetes, todos con sus gafas de sol, ajenos a la realidad que les circundaba. Se dio la vuelta, boquiabierta aún. La mole del hotel ascendía hasta el cielo. Un imponente búnker de hormigón, salpicado de minúsculos ventanucos y recorrido por grandes tubos de aluminio anodizado.
Volvió sus ojos hacia Alex. Tardó unos segundos en reconocer que aquella masa de ciento cincuenta kilos de grasa fláccida, que mostraba impúdicamente sus rollizas formas era su compañero. Únicamente reconoció las gafas tintadas, que ocultaban sus ojos bajo un cráneo coronado con pequeños mechones de pelo gris, y el tanga irisado semioculto entre las carnes fláccidas. Tomó las gafas y las volvió como un espejo para mirar su propio rostro. Fue lo último que hizo antes de desmayarse.