viernes, 31 de marzo de 2006
Halima
Las seis de la mañana. Amanece sobre la ciudad de las cúpulas doradas y Halima escucha el canto del muecín llamando a la oración. Se levanta angustiada y extiende la esterilla a toda prisa, inclinándose hacia la Meca.
Terminada la oración, Halima se lanza hacia el baño y se viste rápidamente. Mientras cruza los pasillos amparada en las sombras, va recogiendo su pelo en una trenza. Cuando llega a la escalera que desciende a las cocinas, sus manos aún trabajan ágiles bajo el velo. El sonido familiar de los calderos entrechocando precede a Fátima, que la recibe con una mirada de reproche.
– Te has vuelto a dormir –recrimina mientras vuelca un viejo caldero de bronce sobre la pila – vas a tener que dejar de soñar despierta, o un día de estos será Aisa la que te sorprenda y entonces nadie podrá librarte de los azotes – sus duras palabras no consiguen ocultar una mirada cómplice y bondadosa.
– Lo siento – susurra la muchacha. Halima se levanta el velo dejando al descubierto un rostro de piel morena, presidido por unos grandes ojos negros. Por su aspecto se diría que no ha alcanzado aún la madurez. Lleva el pelo oscuro recogido en una trenza ancha y sus ojos avellanados chispean vivaces. Sumerge con sus manos encallecidas un grupo de cucharones en el agua hirviente del pilón.
Mientras frota con el estropajo de esparto, los pensamientos de la muchacha vuelan lejos, cruzan la celosía que oculta la ventana y ascienden como un pájaro sobre las populosas calles de Estambul. Sobrevuelan raudos el laberinto del zoco y pasan sobre la verja labrada del Hotel Continental, adentrándose en el mismo jardín que visitara una mañana meses atrás. Transformada en pajarillo, Halima se ve revoloteando entre los cipreses, aspirando el aroma de las praderas de césped recién cortado, donde los extranjeros juegan con sus palos. En su imaginación, se posa sobre la rama de un sauce, disfrutando del frescor de la mañana. Allí están: el hombre joven y el anciano, acompañados por un asistente, que espera a la sombra. Ambos visten al estilo europeo, y el anciano se apoya en una extraña silla de bastón. El joven toma uno de los palos por su base. Lo extrae de la funda con gesto decidido y se prepara, realizando un complicado ritual, para lanzar la bola. Tras unos momentos de preparación, levanta el bastón sobre su cabeza y lo lanza hacia abajo con fuerza, describiendo una graciosa curva mientras gira su cuerpo con elegancia. A Halima apenas le da tiempo a ver cómo la pequeña pelota sale disparada hacia el cielo, describiendo una curva increíblemente alta, para aterrizar entre los tilos al otro lado del jardín, cerca del banderín amarillo. El pajarillo alza el vuelo adelantando a la pareja, que cruza la pradera precedida por el asistente gordo, vestido con el uniforme del hotel, que carga sudoroso con la bolsa de los palos. Caminan en dirección a la bolita, que se ha alojado entre las raíces de uno de los árboles. Allí se ve a sí misma, tomando la bola con sus manos como aquella mañana, mirando extrañada en todas las direcciones hasta descubrir al criado que se acerca a grandes zancadas hacia ella. Se ve bajándose el velo con pudor y al asistente gordo gesticulando desde lejos. Siente su propia perplejidad, paralizada con la pelota blanca en la mano, y ve al criado blandir el bastón sobre su cabeza. Nota cómo sus hombros se encogen, preparándose para recibir el golpe que no ha de llegar, porque una mano rápida y firme sujeta el brazo del energúmeno. Desde su rama, el pajarillo observa el guante de rejilla, la camisa blanca remangada hasta la mitad del brazo, el chaleco de lana y, por fin, aquél rostro. Su rostro. Esa mezcla de tez blanca y morena, el bigote negro y recortado, los rizos oscuros que sobresalen bajo la gorra de pana y aquellos ojos grises, metálicos, que parecen querer traspasar al criado que se encoge por momentos. Nota la mano del extranjero tomar la suya con delicadeza, siente sus ojos escrutando a través del velo con curiosidad en busca de los suyos y oye de nuevo aquellas palabras que no comprende, pero que suenan en sus oídos como una música celestial, suave y acompasada. Por ultimo, el pajarillo ve a Halima correr turbada hacia la espesura. Él la llama, diciéndole algo en su extraño lenguaje, pero ella ya no le escucha. Ha atravesado el bosquecillo de tilos y cruza corriendo hacia la puerta de servicio.
– ¡Halima! ¿Otra vez soñando? – la voz de Fátima saca a la joven de su ensoñación. – llevas ya un buen rato con la misma espumadera. Termina ya, que tenemos que preparar el almuerzo de los señores. Aisa me ha dicho que este mediodía vendrán unos invitados muy importantes, así que aligera que no vamos a llegar a tiempo.
Durante un par de horas, las dos cocineras se afanan entre nubes de harina. Amasan y rellenan, espolvorean canela y azúcar, rayan cidra y calabazas, cuecen pasta y hornean pasteles. Halima sigue atenta las órdenes de Fátima. La repostería es su actividad favorita. Se encuentra a sus anchas manipulando almendras y especias entre hojaldres y almíbares. Están terminando cuando aparece por la puerta Abdallah, con cara de malas noticias. Aisa ha sufrido un accidente y la acaban de llevar al hospital. Estaba limpiando uno de los cuadros cuando ha perdido pie y ha caído rodando escaleras abajo, lastimándose un tobillo y la muñeca. Desde que sus padres la confiaran a su cuidado siendo una niña, Aisa nunca se había mostrado cariñosa, pero tampoco le había escatimado una paga o una hora libre que le correspondiera y Halima no puede dejar de apenarse por la mujer. Pasado un buen rato, la traen entre dos criados, con una pierna escayolada y el brazo en cabestrillo. Viene protestando, para variar, y nada más llegar a la casa manda buscar un bastón. Mientras espera apoyada en la balaustrada de granito, hace venir a Halima, que se presenta ante ella temblando.
– Halima, esta mañana el príncipe da un importante almuerzo en el pabellón del jardín. Como ves, yo no podré servirlo, así que quiero que subas inmediatamente a tu habitación y te asees como es debido – y mirándola de arriba abajo – No me había fijado en cuánto has crecido últimamente. Dile a Fátima que te lleve uno de mis uniformes. Cuando estés vestida, ven a verme y te daré más instrucciones.
La muchacha sube las escaleras más asustada que contenta. Se baña con esmero, se perfuma el pelo y vuelve a recogerlo en una trenza. Fátima aparece muy excitada, con un sayón negro que, aunque le queda más ceñido que a la huesuda ama, le cae razonablemente bien.
– Ten mucho cuidado de no dejar caer ninguna gota cuando sirvas el té. Acuérdate de lo que te he enseñado. Los invitados del príncipe serán sin duda personas muy influyentes y de alta cuna. Cuando termines de servir los pasteles, sepárate hasta la pared y espera allí por si los comensales necesitan algo. Y, sobre todo, – recalca con énfasis – sobre todo, no mires a los señores ni a los invitados a los ojos. Baja la vista mientras les atiendas y mantenla en el suelo cuando no tengas nada que hacer.
Cuando baja a la cocina, Aisa le repite más o menos las mismas palabras mientras da vueltas alrededor suyo apoyada en un bastón, estirando los pliegues de la túnica bajo el cinturón dorado; mueve su cabeza canosa al revisar las manos de la joven, pero la que le queda sana a ella le tiembla al asegurar el alfiler que sujeta el velo. A todo esto, los invitados ya han llegado y Abdallah se asoma para informar de que ya han pasado al jardín. Es hora de servir el almuerzo. Suben las tres hasta el salón y Abdallah se hace cargo del carrito de los dulces. Fátima le pone en las manos la bandeja con el juego de té. Las manos le tiemblan ligeramente, pero Halima se sobrepone y, cruzando la puerta, se dirige hacia el cenador con paso decidido, dejando tras de sí una estela de olor a té y menta.
La brillante luz de la mañana ilumina el parterre de rosas, que inundan con su aroma todo el jardín. Halima avanza despacio por el camino. El canto del ruiseñor cesa cuando la grava comienza a crujir bajo sus pies. Hacia la mitad del recorrido, la muchacha se vuelve buscando con la mirada a Fátima, pero junto a la puerta solamente ve a Abdallah, esperando junto al carrito de los dulces. El templete está en el centro del jardín, rodeado de setos de aligustre que le proporciona un agradable frescor. Mientras Halima recorre el laberinto, no puede evitar oír la conversación que se desarrolla en el centro. Uno de los invitados se dirige al príncipe.
– Como puedes ver, amigo mío, mi nieto es tan impulsivo como testarudo. Hace dos meses que intento en vano disuadirle de su loca idea. ¡Abandonarlo todo para irse al Amazonas!
– Ya sabes – la voz del señor sonaba afectuosa – cómo son los jóvenes de hoy en día. Se creen que lo saben todo.
– Sí, gracias a la educación que nosotros – el otro hombre recalcó la última palabra – les hemos proporcionado. No digo que no sea deseable que reciban una buena educación y una formación sólida, me refiero a la multitud de ideas descabelladas que corren por Europa, especialmente entre los jóvenes.
En ese momento, aparece tras una esquina la princesa acompañada de una dama europea. Ambas conversan amigablemente, tomadas del brazo. Lleva levantado el velo, mostrando su rostro ovalado de tez limpia y ojos rasgados, sobre cuya frente brilla una rica diadema de oro. La otra mujer, mucho mayor que la princesa, viste traje de chaqueta de color gris claro, con una falda larga y botas de piel. Recoge su pelo rubio en un moño y oculta su cuello lleno de arrugas con un collar de perlas. Al reparar en Halima, la princesa se adelanta hacia ella.
– Halima, ¿cómo se encuentra Aisa? – y, antes de que la muchacha pueda responder, añade – bueno, dile que luego pasaré a verla. Entre tanto, sirve el té en el cenador y avisa a Abdallah. Me apetecen unos pasteles. ¿Y a ti? – prosigue tomando del brazo a su acompañante.
La muchacha asiente sin abrir los labios y continúa su camino. Entre los setos ya se puede entrever el interior del pabellón, donde el príncipe y otros dos hombres más conversan recostados en butacas de mimbre.
– Los jóvenes siempre han sido eso, amigo. Alocados e inconscientes. ¿Acaso no recuerdas cuando nosotros estudiábamos? De no haber sido por aquél miserable de Hitler y su maldita guerra, aún estaríamos disfrutando de las delicias de Conrad Strasse. ¡Ah, Berlín! – añade tras una pausa – qué tiempos aquellos.
– Ya, pero estos días pasados, en la Sorbona... – el hombre se interrumpe al oír a Halima, que aparece en ese momento en los peldaños que conducen al cenador.
El príncipe se vuelve también, indicándole con un ademán que se acerque. Viste un sencillo traje occidental de lino, corbata granate con una perla en el centro y un pañuelo a juego. Su vestimenta europea no le resta elegancia, con su cabello fuerte y ondulado, sus grandes ojos verdes y su barba primorosamente recortada. Halima avanza hacia el centro de la estancia. Junto al príncipe se sienta un hombre mayor, vestido con un traje oscuro y corbata blanca, que resalta sobre la camisa azul. Su olor a colonia acapara todo el ambiente, tapando el aroma de las rosas y la lavanda. La muchacha descubre al tercer invitado al extender los brazos para depositar el juego de té sobre la mesita de mármol. La bandeja sufre un movimiento brusco, la tetera se bambolea vacilante a punto de caer y las tazas resuenan sobre los platillos, pero Halima no oye nada. Durante el interminable segundo en que sus ojos permanecen clavados en los de él, no escucha nada, no ve nada, no siente nada, excepto aquellos ojos que buscan los suyos bajo el velo y que ahora bajan hacia la tetera. Halima intenta enderezar a duras penas la bandeja, pero una de las tazas resbala y la muchacha observa impotente su caída, sin otra posibilidad que dejar que se estrelle contra el suelo de mármol y se rompa en mil pedazos. En el último instante, cuando Halima entrecierra los ojos esperando el estallido de la porcelana, una mano la coge al vuelo.
El príncipe y el hombre mayor no parecen haberse percatado del incidente, y el muchacho deja la taza sobre la mesita de mármol. Las manos de Halima tiemblan incontroladamente mientras va colocando los servicios, y el corazón le salta en el pecho como si quisiera salir de aquella jaula.
– Ya sé quién eres. – la voz del joven hablándole en su propio idioma le produce un sobresalto mayor – eres la muchacha del campo de golf, ¿verdad?
Si pudiera ver su rostro a través del velo, se daría cuenta de que Halima ha enrojecido hasta la raíz del pelo. Pero, desde fuera, solamente delatan su estado de ánimo el ritmo agitado de su respiración y un evidente temblor de manos.
Quince días después, unos golpes en la puerta de su camarote despiertan a Sir James Dawson III en plena siesta. Desde que embarcaron en Estambul, la travesía está siendo terriblemente aburrida y el joven abre la puerta sorprendido. Un asistente uniformado le ruega que le acompañe a las dependencias de proa, donde le espera el capitán.
– Siento tener que molestarle, Sir James. – el capitán se muestra un poco dubitativo y baja la voz con discreción – El tema es un poco delicado. Hace una hora hemos encontrado escondida en la bodega a una muchacha que viajaba como polizón dentro de uno de sus baúles. La muchacha se niega a abrir la boca, así que me pregunto si no podría usted ayudarnos a desentrañar este misterio.
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Quizá encontréis este relato algo forzado y sus goznes chirríen como los de una puerta combada, apresada por unas bisagras inmisericordes en la severa rectitud de un marco milimétrico. La historia de Halima me la regaló Isabel; la historia de Sir James, Sonia; Javier decidió que nuestro siguiente ejercicio sería fundirlas en una. Espero, al menos en parte, haberlo conseguido.
ResponderEliminarNo lo encuentro forzado, ni oigo chirriar sus goznes. (es evidente que tú sí, para eso conoces tus bisagras) Sólo siento que el ejercicio haya acabado, ahora que estaba en lo más interesante...
ResponderEliminarEsto no se hace.
¡ya no puedo continuar leyendo!