miércoles, 15 de febrero de 2006
El último tren
Todo empezó hace un mes, durante mis últimas vacaciones en Egipto.
Paseando por el zoco de El Cairo, encontré a la venta un maletín blindado, de esos que se usan para guardar las cámaras fotográficas. Tenía buen aspecto y se me ocurrió que me vendría bien, en vista del violento traqueteo al que se había visto sometido mi equipo en los últimos desplazamientos. Tras un breve regateo, conseguí la pieza a un precio más que razonable.
Una vez en el hotel decidí limpiarlo a fondo, ya que estaba lleno de arena y ésta es fatal para los objetivos. Al desmontarlo, bajo una plancha de gomaespuma, apareció una carta manuscrita. Imagino que si no hubiera estado escrita en castellano habría acabado en la papelera, pero al estar en mi lengua no pude evitar que mis ojos se deslizaran por las primeras líneas.
Estaba escrita pulcramente, sin faltas de ortografía. La letra era pequeña, de caligrafía cuidada y trazos elegantes, algo acostados hacia atrás. La regularidad de sus líneas simétricas y limpias se había roto en un par de ocasiones, como si el papel cuadriculado se hubiera movido bruscamente mientras escribían.
Alguien se había dedicado a quitar pacientemente los restos de papel que deja el alambre después de arrancar la hoja.
"No creo en las casualidades. No creo que este desierto en el que acabaré mis días se haya cruzado en mi camino por casualidad. No creo que el destino estropease mi avioneta y me salvara del accidente, para luego dejarme abandonado a miles de kilómetros de cualquier parte, con la única compañía de mi cuaderno, mi bolígrafo y mis recuerdos. No creo que este cofrecillo gris que hace un rato guardaba mi cámara espere mis últimas notas porque sí, ni creo que los que lo encuentren algún día lo hagan por casualidad. Y tampoco pienso que sea por azar que, en este momento final, me acuerde precisamente de ti: una imagen fugaz en mi memoria, sin nombre, casi sin rasgos, apenas una sensación que me cuesta fijar, gastada de tanto y tanto rememorarla. Quizás porque me niego a creer que el azar hiciera que aquella lejana mañana ambos perdiéramos el mismo tren, atrapados en esa pequeña estación de provincias; que decidieras matar el tiempo en la mesa de billar; que mis ojos se posaran en tu espalda; que mi mirada resbalara distraída por la curva de tu traje de chaqueta.
Tu mirada se encontró con la mía, que ascendía por tu cuello para refugiarse en la sombra de esa vaga promesa de terciopelo que adivinaba en tu nuca.
Esquivé el acero de tus ojos durante un instante, buscando instintivamente el abrigo familiar de la punta de mis zapatos. Cuando creí que había pasado el peligro y volví a alzarlos, allí estaban los tuyos, esperándome. ¿Me equivoqué al sentir cierta dosis de divertida curiosidad en ellos? Acertase o no, aquellas chispas que creí adivinar en tu mirada me animaron a seguir. Extrañamente, en aquella ocasión conseguí vencer ese pudor que, de forma invariable, me impulsa una y otra vez a esconderme detrás de mi coraza de fría indiferencia. Tu mirada actuó sobre mí como un bálsamo, calmando el dolor de mi soledad. Un bálsamo cuyo recuerdo aún apaga la sed que hoy me abrasa la garganta. Sobraban las palabras. Permanecimos así, mirándonos, durante unos minutos dichosos, eternos. Finalmente me levanté y salimos tomados del brazo, como si lleváramos haciéndolo así desde el principio de los tiempos.
Aún te veo apoyada en la barandilla de la habitación del hotel. El contraluz insinúa tus formas bajo la combinación de seda. Un tren se detiene bajo el balcón, chirriando con estrépito. En aquel momento nos miramos angustiados y acordamos tácitamente alargar este paréntesis al máximo. Dejamos pasar varios convoyes desde la habitación de aquel hotel de provincias, conscientes de que con cada tren prorrogamos lo inevitable, hasta que tu mirada me anuncia que el próximo será el definitivo.
Ahora sé que el que me acecha entre las dunas es ése mismo tren. El tren al que subiste aquella tarde mientras mi mirada se colaba bajo tu falda, separándote para siempre de mí. Aquél que debí tomar, cuyo descarrilamiento conmocionó a todo el país. Ese tren que ya oigo silbar entre la arena y que esta vez no perderé, dejando esta maleta gris sobre el andén."
No deja de ser curioso que este hombre diga que no cree en el destino, mientras éste le juega tantas malas pasadas. Por mi parte, tampoco creo que la casualidad o el azar muevan nuestros pasos, sino nuestras decisiones. Todo depende de cómo quieras ver las cosas.
Por ejemplo: ahora estoy escribiendo mi diario, como cada día, esperando al tren que me llevará al trabajo. ¿Es una casualidad que esté anotando una historia de trenes sentado en el banco de una estación? Si, en lugar de tomar mi tren como todos los días, decidiera coger un taxi y tuviéramos un accidente, ¿debería culpar al destino o a mi decisión?
En fin, aquí llega el tren. Mañana continuaré con mis reflexiones.
Madrid, a 11 de Marzo de 2004
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