viernes, 22 de diciembre de 2006

Una ciudad de provincias (primera parte)

El día que nació, su padre lo devolvió a la enfermera, seguro de que se trataba de un error. Tuvieron que venir el doctor y la comadrona para convencerle de que no había error posible, que aquél era su segundo hijo. Únicamente se rindió a la evidencia cuando le demostraron que ninguna otra mujer del pueblo se había puesto de parto aquel día. Entró en la habitación donde se recuperaba su esposa hecho un basilisco.
¿Cómo era posible que aquél ser fuera su hijo? ¿A quién había sacado esa nariz tan larga? ¿Cómo era posible que aquella criatura hubiera nacido con aquél horroroso pelo negro? ¡Hasta parecía que le sobresalían unos pelillos oscuros de las orejas!
No se parecía en nada a su hermano Samuel que, como todos los miembros de su familia tenía los cabellos rizados y los ojos azules. A su madre se le cortó la leche del disgusto y pasó semanas llorando, sin salir de su habitación.

En vista de que no podía atenderle, contrataron a una niñera que se hiciera cargo de él. Cuando la mujer preguntó por el nombre de la criatura, le respondieron que no tenía nombre alguno, y que le llamara como quisiera con tal de que no se acercara a ellos, ya que su mera presencia era muy dolorosa para su madre. A las pocas semanas de ser contratada, bajó a preguntarle a la señora cómo quería llamar al niño. La señora, que en ese momento estaba ocupada con su labor de costura, le respondió que le daba igual, con tal de no tener que encontrárselo por la casa. Esa fue la última vez que vieron a la mujer o al niño.

Pasaron dos años. Samuel crecía fuerte como un toro, haciendo las delicias de sus padres, y el mal sueño quedó definitivamente olvidado el día que nació Sara. Todos respiraron aliviados cuando el doctor levantó en alto a la recién nacida, de piel blanca y sonrosada y nariz respingona.

Como el que despierta de una pesadilla, los Martínez de Araujo recuperaron la alegre vida que habían dejado aparcada en algún lugar del tiempo. La casa volvió a brillar con su antiguo esplendor y comenzaron a dar sus acostumbradas fiestas mensuales, que les habían valido el respeto y la amistad de cuantos vivían en la comarca.

El día en que la pequeña Sara cumplía quince años, murió la vieja criada que vivía en la torre norte. No podía haber elegido un día peor, con todos los preparativos de la fiesta y la casa hirviendo de actividad, así que encargaron al ama de llaves que se ocupara de dar cristiana sepultura a aquella vieja mujer, a la que prácticamente habían olvidado. Nadie se percató de la sombra que se deslizó furtivamente desde la casa para asistir a escondidas al funeral de la anciana, para volver a hurtadillas a la torre norte.

Aquella noche, a la luz del quinqué en su lóbrega habitación, el chico abrió la carta que su aya le había dejado como único testamento.

La señorita Ángeles Lillo, de la gaceta local, no podía creer lo que estaban leyendo sus ojos. Si no fuera por la minuciosidad con la que se narraba el hecho, habría pensado que aquel mensaje se trataba de una broma, pero tal profusión de detalles la inquietaba, así que decidió consultar con el señor Ramírez.
– Perdone que le moleste, señor director, pero esta mañana he recibido un documento anónimo que afirma que el incendio de anoche en los Almacenes Universal fue provocado.
Don Nicolás Ramírez levantó la vista del documento que estaba corrigiendo. Sin ocultar su irritación, se alisó los pocos pelos que le cubrían la cabeza y se echó hacia atrás haciendo crujir la silla de madera. Miró a la señorita Lillo arqueando las cejas.
– ¿Y...?
– Ya sé que le parecerá extraño, pero me ha llegado un mensaje en el que se detalla cómo y quién provocó el incendio: fue el señor González, el dueño del almacén. Dejó encendida a propósito la cafetera, a la que había conectado un artefacto incendiario.

Don Nicolás volvió a arquear sus cejas. Sacó una gamuza azul de un bolsillo del chaleco y comenzó a limpiar sus anteojos:
– ¿Y..?
– Y esto provocó el incendio. El documento cuenta con pelos y señales que los almacenes acumulaban una deuda muy elevada y por eso decidió pegarles fuego para cobrar el seguro.
– Ya. Evidentemente, señorita Lillo, no dispondrá de prueba alguna de lo que está afirmando. – los ojos grises de don Nicolás se clavaron en las carpetas que la cincuentona apretaba contra su pecho.
– Con el mensaje se adjuntan copias de los libros de contabilidad de los Almacenes Universal, los planos del artefacto e incluso una factura de una ferretería de la capital a nombre del señor González, en la que figuran ciertos elementos que salen en el plano. Yo no entiendo mucho de estas cosas, por eso quisiera que usted lo estudiara. – concluyó entregándole los papeles y alisándose el vestido negro con gesto rancio.
Tras estudiar con rigor los datos, hasta el escéptico señor Ramírez tuvo que rendirse ante la evidencia y la noticia salió en portada de la edición del día siguiente:

¿PUDO SER PROVOCADO EL INCENDIO DE LOS ALMACENES UNIVERSAL?

Se montó un gran revuelo a cuenta de la noticia y el señor González terminó detenido, a la espera de que se aclarasen las cosas. El sobre en el que se recibió el mensaje y todos los documentos que iban incluidos en él fueron requisados por la policía y puestos en manos de los expertos, pero nadie supo dar con el anónimo remitente.

No había pasado ni una semana, cuando la señorita Lillo volvió a recibir otro mensaje. En éste se contaba, con pelos y señales, la reunión que había mantenido el señor Saavedra, alcalde de la ciudad, con un tal Carlo Manzini, un mafioso buscado por la justicia. En la transcripción que acompañaba al mensaje, quedaba meridianamente claro cómo el señor Saavedra prometía ciertas concesiones de terreno al gángster, a cambio de cuantiosos fondos para respaldar próxima su campaña electoral. El sobre incluía una cinta magnetofónica, pero como la gaceta no disponía de aquel novedoso aparato, el señor Ramírez se la llevó para escucharla en casa del doctor Vázquez, único miembro de la comunidad que poseía uno.
Una vez más, la noticia fue portada en La Gaceta y los expertos de la policía volvieron a requisar todo el material a la señorita Lillo, a la sazón algo molesta por la creciente notoriedad que aquellos artículos le deparaban, rompiendo el confortable anonimato que siempre le había protegido.

Desde el episodio de los almacenes se había visto acosada por un par de reporteros de la capital, que habían tenido el mal gusto de irrumpir en su casa a la hora de la partida de cinquillo. Ni que decir tiene que las cotorras de sus vecinas no habían perdido comba del asunto. ¡Con lo que le había costado que su nombre no figurara en ninguno de los artículos del periódico! Ahora era la comidilla del barrio. Había hasta quien insinuaba que mantenía una doble vida y, detrás de aquella tímida solterona de grandes gafas, falda hasta el tobillo y zapato sin tacón, se escondía una especie de Matahari, acostumbrada a relacionarse con el mundo del hampa y a frecuentar los ambientes más sórdidos de los barrios bajos. Aquella misma mañana, dos vecinas cuchicheaban que alguien la había seguido de noche hasta un local del puerto y que iba vestida como una fulana, oculta tras una peluca rubia y grandes pestañas postizas.

Por esta razón, cuando dos semanas después la señorita Lillo recibió el tercer mensaje, decidió ignorarlo. Esta vez se trataba de un lío de faldas. El mensaje contaba cómo la señora Martínez de Araujo, esposa del mayor hacendado local, había tenido años atrás un hijo ilegítimo, fruto de la aventura que había mantenido durante meses con el chofer de color que había servido a la familia durante años y que un día desapareció sin dejar rastro. Al parecer, el inoportuno vástago había sido encerrado en la mansión familiar y nadie le había visto jamás. Al mensaje le acompañaba una partida de nacimiento, redactada por el puño y letra del doctor Vázquez que al parecer había sido depositada en secreto en el Registro, en la capital de la provincia.
El escándalo habría sido sonado, pero esta vez la señorita Lillo decidió no avisar al señor Ramírez. Quemó el mensaje en la estufa y se olvidó del asunto. Dos días más tarde volvió a recibirlo y la señorita lo arrojó otra vez a las llamas. Durante cinco días se repitió la situación. Al llegar por la mañana a la oficina del periódico, el mismo mensaje esperaba en su buzón a que ella lo destruyera. Pero al sexto día no recibió nada. Satisfecha, pensó que su anónimo confidente se habría aburrido de insistir. Preparó una taza de café y se sentó en su escritorio, dispuesta a ordenar unos borradores atrasados. Entonces escuchó aquella voz detrás suya:
– Señorita Angelines, veo que mis noticias ya no son de su interés.
La señorita Lillo se levantó como accionada por un resorte. No había visto a nadie al entrar en el pequeño despacho. Se apoyó sobre la mesa sin volverse y, con una voz temblorosa que distaba mucho de aparentar la seguridad que pretendían sus palabras, inquirió:
– ¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve a entrar en mi despacho?
Pero, sin cambiar el tono de voz, el desconocido continuó hablando desde su espalda:
– Señorita Angelines: hace años que la conozco. No crea que la he elegido a usted al azar para hacerla mi confidente. Pensaba que era usted una persona recta, una buena cristiana, amante de la verdad y la justicia. No esperaba de usted un comportamiento tan irresponsable. ¿Acaso tiene miedo al señor Vargas?
Despacio, la señorita Lillo fue volviéndose hacia su interlocutor. El espacio entre su silla y la estantería que ocupaba la pared trasera era muy pequeño. El intruso tenía que estar a pocos centímetros de su espalda, quizás armado. Sentía su aliento en su nuca mientras hablaba. Cuando terminó de volverse, allí no había nadie. La voz surgió de nuevo a sus espaldas, esta vez desde el pequeño diván que había frente al escritorio:
– Piense usted en el daño que han producido esas personas sin piedad a un pobre chiquillo inocente. ¿No cree usted que su pecado debe ser purgado?
La mujer observó boquiabierta el diván vacío, desde el que emanaban las palabras, como flotando en el aire.
– ¿Do...dónde está usted? – tartamudeó agitada, echando rápoidos vistazos a diestro y siniestro.
– Estoy delante de usted, señorita Angelines. Justamente frente a usted. ¡Pfiuuu!
Una bocanada de aire movió sus cabellos, dejando un olor inconfundible a café y a tabaco. La señorita Lillo abrió mucho los ojos, trastabilló como pudo hasta la silla y cayó desmayada allí mismo.
Cuando volvió en sí, en su bandeja había otro sobre abultado. Allí estaba de nuevo el mensaje con la historia del bastardo de los Vargas. Aún desorientada por el suceso, escondió el sobre y se marchó directamente a casa.
Nada más llegar se puso el camisón, se preparó un té caliente y se acostó en la cama. La luz entraba a raudales por las ventanas, no tenía esperanzas de dormir, pero aquel era el lugar donde se encontraba más segura en el mundo, e instintivamente había buscado su refugio. Bebió el té a sorbitos, intentando tranquilizarse. Al cabo de un rato, un reconfortante sopor se apoderó de ella y cerró los ojos.
Despertó al poco rato, a juzgar por la luz que entraba por la ventana,. Comenzaba a convencerse de que lo ocurrido había sido una especie de mal sueño, cuando sufrió un nuevo sobresalto.
– No intente huir de mí, señorita Angelines. Como ve, es totalmente imposible.
La señorita Lillo subió instintivamente el embozo hasta su barbilla. La voz del desconocido provenía de la banqueta del tocador, aunque allí no había nadie.
– ¿Quién es usted?¿Por qué no puedo verle?
– Cada cosa a su tiempo, mi querida profesora – hacía mucho tiempo que nadie la llamaba así. Más de quince años, desde que dejara su puesto de maestra en la escuela local – Dígame: ¿Por qué razón se empeña en esconder la historia de los Vargas?¿Acaso tiene usted algo que ver con ella?
Finalmente, se atrevió a hablar.
– No, yo no tengo nada que ver con esa historia, si es que es verdad.
– Hasta ahora, todas las que le he confiado han resultado ciertas, ¿verdad?. Entonces, ¿Por qué razón se niega a publicar ésta?
– No quiero publicarla porque estoy harta de ser el centro de atención del pueblo.
– ¿No le importa, por lo tanto, que se haga justicia y la verdad salga a la luz?
La señorita Lillo dudó un momento.
– Me importa, pero no a costa de mi intimidad. Ha de saber usted que esta ciudad es muy provinciana y, una vez que las malas lenguas han hecho presa en una, no hay quien se quite de encima el sambenito.
– Conozco de sobra las virtudes que adornan a nuestros queridos conciudadanos, créame, y comprendo sus reservas, mi querida señorita. No obstante, no tengo más remedio que insistir.
– Pero, ¿por qué no va a contarle sus historias a otra persona, al director Ramírez, por ejemplo?
– Porque usted, estimada señorita Angelines, es la única persona del pueblo en la que confío. Ya le he dicho que conozco bien a cada individuo de nuestra pequeña localidad. Mejor de lo que quisieran esa pandilla de miserables. – agregó bajando la voz con cierto tono rencoroso – Pero usted es diferente. Como al resto, llevo tiempo observándola y le aseguro que es usted la única persona que conozco que no tiene trapos sucios que esconder.
– Me niego a creer lo que me dice, señor... ¿Cómo debo llamarle?
– Puede llamarme Chico. Es el único nombre por el que alguien me ha llamado alguna vez... – ¿Había notado una nota de melancolía en su voz?
– Bueno, señor.. Chico, no quisiera decepcionarle, pero insisto en que desearía quedar fuera de este asunto.
– ¿Tiene miedo a lo que pueden decir de usted sus vecinas? Sí, yo también he escuchado a la señora De la Fuente decir que se disfrazaba usted por las noches para acercarse a un tugurio del puerto. Lo que usted no sabrá, mi inocente señorita, es que ella sí lo hace. Lo hace todas las semanas desde hace varios años. Y no lo hace para obtener confidencias, precisamente. ¿Le escandaliza?
– No... no lo sé, mejor dicho. – se negaba a imaginar a la viuda vestida de esa guisa, y dejando a hurtadillas el hogar para mezclarse en tales ambientes.
– Pues, si lo desea, podríamos comprobarlo. Esta misma noche, si no me equivoco, irá a visitar a su amante, un individuo de costumbres licenciosas que acostumbra a parar por la taberna “El Fanal”, cerca del puerto. Espéreme preparada a las once de la noche, y se lo mostraré.
– No, yo no quiero espiar a mi vecina, ni acercarme a ese horrible lugar. ¿Quién se ha creído que soy? – protestó la señorita Lillo, cuya integridad se sentía, de una extraña manera mancillada.
– No obstante, aún si no desea comprobarlo, comprenderá que una sola palabra sobre el tema, dejada caer al oído de su vecina acabaría para siempre con las calumnias que está vertiendo sobre usted, ¿no cree?.
– Ya. Pero, ¿qué gano yo con ello? Simplemente, con no continuar esparciendo por ahí sus confidencias, el tema quedaría olvidado en poco tiempo...
– ¿Le parece poco hacer justicia con un pobre muchacho, encerrado durante años por unos padres despiadados?
La señorita Lillo quedó pensativa un rato, antes de emitir su siguiente respuesta:
– De acuerdo. Si es tan importante para usted este tema, acepto publicarlo, pero con dos condiciones: la primera, que esta será la última vez que se sirva de mí para sus extrañas venganzas. La segunda, quiero comprobar personalmente la veracidad de lo que está diciendo. Nada de cintas magneto-como-se-llamen. Quiero pruebas tangibles.
– Las tendrá.

viernes, 24 de noviembre de 2006

El telegrama



Queridísima mamá -STOP-Hijo perdido en las rebajas pide ayuda a señorita blusa a rayas falda y pañuelo a juego-STOP-Señorita ocupada abandona hijo a su suerte entre montoneras de retales-STOP-Señor traje y pañuelo en bolsillo chaqueta agarra a niño llama bribón que haces aquí-STOP-Hijo asustado corre en círculos llueven blusas de colores-STOP-Señor con uniforme empuja insistente hacia salida-STOP-Tu móvil apagado-STOP-Sentado en bordillo de calle oscura-STOP-coche no está-STOP-lloro desconsolado-STOP-Mocos-STOP-Miedo-END-

jueves, 4 de mayo de 2006

Hada del bosque

(http://www.arrakis.es/~nerea/plantas/hada.jpg)

Venías precedida por la bruma, envuelta en un manto de vapor. Anunciada por la música de gaitas y timbales. Mis hojas se estremecieron al sentir que te acercabas. Al fin, emergiste de la niebla. Vestías un corpiño de hojas de castaño y una falda de alas de libélula. Volviste hacia mí tus ojos, azules como el agua del manantial. Avanzaste un paso más. Un rayo de sol iluminó la mies de tu pelo, tocado con una diadema de mariposas. Apoyaste tu brazo en mi tronco con la elegancia de una bailarina para subir la cinta de junco de tu sandalia. Percibí tu aliento de menta; aspiré tu perfume de jazmín; sentí el roce delicioso de tu blusa de pétalos de rosa. Sonreíste al notar cómo temblaba y seguiste tu camino junto a tu séquito de adoradores: músicos y bailarines, saltimbanquis y malabaristas, duendes y pastores, ninfas del bosque, aves de plumaje multicolor y - desde ese mismo momento - un joven sauce.

(http://hometown.aol.com/moralesedvin)

martes, 18 de abril de 2006

Despertar

Free Fallen (http://www.art.net/Studios/Visual/Abasolo/2e.htm)Soñé que corríamos de la mano entre el trigo verde. Tu sombrero colgando de una cinta, tu cabello multiplicando los rayos de sol.
Nuestras manos se separaron un poco. Sentimos que una brisa refrescante se colaba entre nuestros dedos. Dejamos que las manos se deslizaran permitiéndole recorrer nuestra piel. Nos separamos un poco más para que besara nuestras palmas. Otro poquito y su frescura se enredaba entre nuestros dedos haciendo remolinos. El roce se volvió más sutil: un puente cálido entre dos continentes, un contacto ligero más allá de toda materia.
Tan sólo vacilé un segundo. Manoteé unos instantes buscando tu mano. Mis dedos sin plumas no se sustentaron en el aire.
La tormenta rompió bruscamente. Una tromba de agua empapó nuestra felicidad; su ceniza enlutó mis trigales; su noche tomó tu cielo azul. Caí trazando una lenta espiral hacia el pozo de la realidad. Nunca más tu cabello al viento, multiplicando los rayos de sol.

viernes, 31 de marzo de 2006

Halima

Estambul: la Mezquita Azul
Las seis de la mañana. Amanece sobre la ciudad de las cúpulas doradas y Halima escucha el canto del muecín llamando a la oración. Se levanta angustiada y extiende la esterilla a toda prisa, inclinándose hacia la Meca.
Terminada la oración, Halima se lanza hacia el baño y se viste rápidamente. Mientras cruza los pasillos amparada en las sombras, va recogiendo su pelo en una trenza. Cuando llega a la escalera que desciende a las cocinas, sus manos aún trabajan ágiles bajo el velo. El sonido familiar de los calderos entrechocando precede a Fátima, que la recibe con una mirada de reproche.
– Te has vuelto a dormir –recrimina mientras vuelca un viejo caldero de bronce sobre la pila – vas a tener que dejar de soñar despierta, o un día de estos será Aisa la que te sorprenda y entonces nadie podrá librarte de los azotes – sus duras palabras no consiguen ocultar una mirada cómplice y bondadosa.
– Lo siento – susurra la muchacha. Halima se levanta el velo dejando al descubierto un rostro de piel morena, presidido por unos grandes ojos negros. Por su aspecto se diría que no ha alcanzado aún la madurez. Lleva el pelo oscuro recogido en una trenza ancha y sus ojos avellanados chispean vivaces. Sumerge con sus manos encallecidas un grupo de cucharones en el agua hirviente del pilón.

Mientras frota con el estropajo de esparto, los pensamientos de la muchacha vuelan lejos, cruzan la celosía que oculta la ventana y ascienden como un pájaro sobre las populosas calles de Estambul. Sobrevuelan raudos el laberinto del zoco y pasan sobre la verja labrada del Hotel Continental, adentrándose en el mismo jardín que visitara una mañana meses atrás. Transformada en pajarillo, Halima se ve revoloteando entre los cipreses, aspirando el aroma de las praderas de césped recién cortado, donde los extranjeros juegan con sus palos. En su imaginación, se posa sobre la rama de un sauce, disfrutando del frescor de la mañana. Allí están: el hombre joven y el anciano, acompañados por un asistente, que espera a la sombra. Ambos visten al estilo europeo, y el anciano se apoya en una extraña silla de bastón. El joven toma uno de los palos por su base. Lo extrae de la funda con gesto decidido y se prepara, realizando un complicado ritual, para lanzar la bola. Tras unos momentos de preparación, levanta el bastón sobre su cabeza y lo lanza hacia abajo con fuerza, describiendo una graciosa curva mientras gira su cuerpo con elegancia. A Halima apenas le da tiempo a ver cómo la pequeña pelota sale disparada hacia el cielo, describiendo una curva increíblemente alta, para aterrizar entre los tilos al otro lado del jardín, cerca del banderín amarillo. El pajarillo alza el vuelo adelantando a la pareja, que cruza la pradera precedida por el asistente gordo, vestido con el uniforme del hotel, que carga sudoroso con la bolsa de los palos. Caminan en dirección a la bolita, que se ha alojado entre las raíces de uno de los árboles. Allí se ve a sí misma, tomando la bola con sus manos como aquella mañana, mirando extrañada en todas las direcciones hasta descubrir al criado que se acerca a grandes zancadas hacia ella. Se ve bajándose el velo con pudor y al asistente gordo gesticulando desde lejos. Siente su propia perplejidad, paralizada con la pelota blanca en la mano, y ve al criado blandir el bastón sobre su cabeza. Nota cómo sus hombros se encogen, preparándose para recibir el golpe que no ha de llegar, porque una mano rápida y firme sujeta el brazo del energúmeno. Desde su rama, el pajarillo observa el guante de rejilla, la camisa blanca remangada hasta la mitad del brazo, el chaleco de lana y, por fin, aquél rostro. Su rostro. Esa mezcla de tez blanca y morena, el bigote negro y recortado, los rizos oscuros que sobresalen bajo la gorra de pana y aquellos ojos grises, metálicos, que parecen querer traspasar al criado que se encoge por momentos. Nota la mano del extranjero tomar la suya con delicadeza, siente sus ojos escrutando a través del velo con curiosidad en busca de los suyos y oye de nuevo aquellas palabras que no comprende, pero que suenan en sus oídos como una música celestial, suave y acompasada. Por ultimo, el pajarillo ve a Halima correr turbada hacia la espesura. Él la llama, diciéndole algo en su extraño lenguaje, pero ella ya no le escucha. Ha atravesado el bosquecillo de tilos y cruza corriendo hacia la puerta de servicio.



– ¡Halima! ¿Otra vez soñando? – la voz de Fátima saca a la joven de su ensoñación. – llevas ya un buen rato con la misma espumadera. Termina ya, que tenemos que preparar el almuerzo de los señores. Aisa me ha dicho que este mediodía vendrán unos invitados muy importantes, así que aligera que no vamos a llegar a tiempo.

Durante un par de horas, las dos cocineras se afanan entre nubes de harina. Amasan y rellenan, espolvorean canela y azúcar, rayan cidra y calabazas, cuecen pasta y hornean pasteles. Halima sigue atenta las órdenes de Fátima. La repostería es su actividad favorita. Se encuentra a sus anchas manipulando almendras y especias entre hojaldres y almíbares. Están terminando cuando aparece por la puerta Abdallah, con cara de malas noticias. Aisa ha sufrido un accidente y la acaban de llevar al hospital. Estaba limpiando uno de los cuadros cuando ha perdido pie y ha caído rodando escaleras abajo, lastimándose un tobillo y la muñeca. Desde que sus padres la confiaran a su cuidado siendo una niña, Aisa nunca se había mostrado cariñosa, pero tampoco le había escatimado una paga o una hora libre que le correspondiera y Halima no puede dejar de apenarse por la mujer. Pasado un buen rato, la traen entre dos criados, con una pierna escayolada y el brazo en cabestrillo. Viene protestando, para variar, y nada más llegar a la casa manda buscar un bastón. Mientras espera apoyada en la balaustrada de granito, hace venir a Halima, que se presenta ante ella temblando.

– Halima, esta mañana el príncipe da un importante almuerzo en el pabellón del jardín. Como ves, yo no podré servirlo, así que quiero que subas inmediatamente a tu habitación y te asees como es debido – y mirándola de arriba abajo – No me había fijado en cuánto has crecido últimamente. Dile a Fátima que te lleve uno de mis uniformes. Cuando estés vestida, ven a verme y te daré más instrucciones.

La muchacha sube las escaleras más asustada que contenta. Se baña con esmero, se perfuma el pelo y vuelve a recogerlo en una trenza. Fátima aparece muy excitada, con un sayón negro que, aunque le queda más ceñido que a la huesuda ama, le cae razonablemente bien.

– Ten mucho cuidado de no dejar caer ninguna gota cuando sirvas el té. Acuérdate de lo que te he enseñado. Los invitados del príncipe serán sin duda personas muy influyentes y de alta cuna. Cuando termines de servir los pasteles, sepárate hasta la pared y espera allí por si los comensales necesitan algo. Y, sobre todo, – recalca con énfasis – sobre todo, no mires a los señores ni a los invitados a los ojos. Baja la vista mientras les atiendas y mantenla en el suelo cuando no tengas nada que hacer.



Cuando baja a la cocina, Aisa le repite más o menos las mismas palabras mientras da vueltas alrededor suyo apoyada en un bastón, estirando los pliegues de la túnica bajo el cinturón dorado; mueve su cabeza canosa al revisar las manos de la joven, pero la que le queda sana a ella le tiembla al asegurar el alfiler que sujeta el velo. A todo esto, los invitados ya han llegado y Abdallah se asoma para informar de que ya han pasado al jardín. Es hora de servir el almuerzo. Suben las tres hasta el salón y Abdallah se hace cargo del carrito de los dulces. Fátima le pone en las manos la bandeja con el juego de té. Las manos le tiemblan ligeramente, pero Halima se sobrepone y, cruzando la puerta, se dirige hacia el cenador con paso decidido, dejando tras de sí una estela de olor a té y menta.

La brillante luz de la mañana ilumina el parterre de rosas, que inundan con su aroma todo el jardín. Halima avanza despacio por el camino. El canto del ruiseñor cesa cuando la grava comienza a crujir bajo sus pies. Hacia la mitad del recorrido, la muchacha se vuelve buscando con la mirada a Fátima, pero junto a la puerta solamente ve a Abdallah, esperando junto al carrito de los dulces. El templete está en el centro del jardín, rodeado de setos de aligustre que le proporciona un agradable frescor. Mientras Halima recorre el laberinto, no puede evitar oír la conversación que se desarrolla en el centro. Uno de los invitados se dirige al príncipe.

– Como puedes ver, amigo mío, mi nieto es tan impulsivo como testarudo. Hace dos meses que intento en vano disuadirle de su loca idea. ¡Abandonarlo todo para irse al Amazonas!
– Ya sabes – la voz del señor sonaba afectuosa – cómo son los jóvenes de hoy en día. Se creen que lo saben todo.
– Sí, gracias a la educación que nosotros – el otro hombre recalcó la última palabra – les hemos proporcionado. No digo que no sea deseable que reciban una buena educación y una formación sólida, me refiero a la multitud de ideas descabelladas que corren por Europa, especialmente entre los jóvenes.

En ese momento, aparece tras una esquina la princesa acompañada de una dama europea. Ambas conversan amigablemente, tomadas del brazo. Lleva levantado el velo, mostrando su rostro ovalado de tez limpia y ojos rasgados, sobre cuya frente brilla una rica diadema de oro. La otra mujer, mucho mayor que la princesa, viste traje de chaqueta de color gris claro, con una falda larga y botas de piel. Recoge su pelo rubio en un moño y oculta su cuello lleno de arrugas con un collar de perlas. Al reparar en Halima, la princesa se adelanta hacia ella.

– Halima, ¿cómo se encuentra Aisa? – y, antes de que la muchacha pueda responder, añade – bueno, dile que luego pasaré a verla. Entre tanto, sirve el té en el cenador y avisa a Abdallah. Me apetecen unos pasteles. ¿Y a ti? – prosigue tomando del brazo a su acompañante.

La muchacha asiente sin abrir los labios y continúa su camino. Entre los setos ya se puede entrever el interior del pabellón, donde el príncipe y otros dos hombres más conversan recostados en butacas de mimbre.

– Los jóvenes siempre han sido eso, amigo. Alocados e inconscientes. ¿Acaso no recuerdas cuando nosotros estudiábamos? De no haber sido por aquél miserable de Hitler y su maldita guerra, aún estaríamos disfrutando de las delicias de Conrad Strasse. ¡Ah, Berlín! – añade tras una pausa – qué tiempos aquellos.
– Ya, pero estos días pasados, en la Sorbona... – el hombre se interrumpe al oír a Halima, que aparece en ese momento en los peldaños que conducen al cenador.


El príncipe se vuelve también, indicándole con un ademán que se acerque. Viste un sencillo traje occidental de lino, corbata granate con una perla en el centro y un pañuelo a juego. Su vestimenta europea no le resta elegancia, con su cabello fuerte y ondulado, sus grandes ojos verdes y su barba primorosamente recortada. Halima avanza hacia el centro de la estancia. Junto al príncipe se sienta un hombre mayor, vestido con un traje oscuro y corbata blanca, que resalta sobre la camisa azul. Su olor a colonia acapara todo el ambiente, tapando el aroma de las rosas y la lavanda. La muchacha descubre al tercer invitado al extender los brazos para depositar el juego de té sobre la mesita de mármol. La bandeja sufre un movimiento brusco, la tetera se bambolea vacilante a punto de caer y las tazas resuenan sobre los platillos, pero Halima no oye nada. Durante el interminable segundo en que sus ojos permanecen clavados en los de él, no escucha nada, no ve nada, no siente nada, excepto aquellos ojos que buscan los suyos bajo el velo y que ahora bajan hacia la tetera. Halima intenta enderezar a duras penas la bandeja, pero una de las tazas resbala y la muchacha observa impotente su caída, sin otra posibilidad que dejar que se estrelle contra el suelo de mármol y se rompa en mil pedazos. En el último instante, cuando Halima entrecierra los ojos esperando el estallido de la porcelana, una mano la coge al vuelo.

El príncipe y el hombre mayor no parecen haberse percatado del incidente, y el muchacho deja la taza sobre la mesita de mármol. Las manos de Halima tiemblan incontroladamente mientras va colocando los servicios, y el corazón le salta en el pecho como si quisiera salir de aquella jaula.

– Ya sé quién eres. – la voz del joven hablándole en su propio idioma le produce un sobresalto mayor – eres la muchacha del campo de golf, ¿verdad?

Si pudiera ver su rostro a través del velo, se daría cuenta de que Halima ha enrojecido hasta la raíz del pelo. Pero, desde fuera, solamente delatan su estado de ánimo el ritmo agitado de su respiración y un evidente temblor de manos.

Quince días después, unos golpes en la puerta de su camarote despiertan a Sir James Dawson III en plena siesta. Desde que embarcaron en Estambul, la travesía está siendo terriblemente aburrida y el joven abre la puerta sorprendido. Un asistente uniformado le ruega que le acompañe a las dependencias de proa, donde le espera el capitán.

– Siento tener que molestarle, Sir James. – el capitán se muestra un poco dubitativo y baja la voz con discreción – El tema es un poco delicado. Hace una hora hemos encontrado escondida en la bodega a una muchacha que viajaba como polizón dentro de uno de sus baúles. La muchacha se niega a abrir la boca, así que me pregunto si no podría usted ayudarnos a desentrañar este misterio.

miércoles, 22 de marzo de 2006

En la parada



Joder qué frío hace en la parada Barrio del Pilar Estación de Chamartín espero que no tarde parece mentira con lo bueno que hacía ayer cielo azul y nubes blancas y el jersey verde para lavar decir a Cecilia que lo planche mañana ¿no ves que es tu móvil, capullo? Eso apártate un poco corbata y zapatos bombilla que sí que tienes que enviar el informe a las once que no que no olvidarás incluir las tasas la marquesina está rota Halcón Viajes Big Ben 300€ ya me gustaría ir a Londres cisnes cielo encapotado y puré de lentejas oooh es preciosa y qué ajustados ya van cinco minutos y el autobús que nada esfera rayada qué buen regalo no debí cambiar la correa el metal pellizca ¿seguro que no da cancer? sí guapa ponte justo aquí delante Cecilia sí que se pone tangas molones no mirarla cuando plancha Ana nunca se pone nada así odio esa bata de flores qué cachondos cruz y raya aymipaapa aymipaapa y lleva sujetador de encaje no prohibido joder mira para otro lado qué pesado otra vez manda politono al 5577 tan listillo que pareces con tu traje Emidio Tucci y ahora sí cariño no cariño ya verás como se te olvide preguntar en el ayuntamiento tanto traje y tanta leche y yo a llamar a cajamadrid cabrones que se metan la Visa por el culo ¿Qué me miras? joder que ojazos seguro que nada ¡qué me va a mirar a mí! Zapato sucio y cascaras de pipas en el suelo no tengo otra cosa que hacer que llamar a cajamadrid llamar a cajamadrid llamar a cajamadrid por dios que no se me olvide ya era hora el autobús no joder no es el mío voy a llegar tarde Manolo café lo siento y serrín rojo y negro con puntilla no mires ¡cuidado te va a ver! qué vergüenza y podían barrer el suelo odio las cáscaras de pipas pobre hámster tieso como un muñeco de palo si me muero que me quemen sí son negros y preciosos qué grandes claro lo sabe por eso se los pinta así me va a ver me va a ver pero ella miró antes para variar voy a hacer el ridículo ya me he manchado el zapato pipas cáscaras hamster pantalón negro piernas largas y vaya ojos uñas moradas cómo tienen que arañar cosquillas barriga Ana pechos blancos pelo enredado ojos vueltos así te gusta así por fin Barrio del Pilar Estación de Chamartín rojo sucio de humo gris y diez minutos tarde bueno pasa tú joder que culo sube delante otro escalón agua menta limón y el pelo en cascada por la espalda cintura tatuaje prohibido el paso curva peligrosa Eau d’Lancôme.

domingo, 12 de marzo de 2006

Benito el pocero



Desde su más tierna infancia, la mayor pasión de Benito era hurgarse en la nariz. Como su madre le reprendía, Benito acostumbraba a esconderse en el desván y allí pasaba las horas dedicado a sus prospecciones.

Tuvo que abandonar pronto la escuela, donde su incomprendida afición le valió el sobrenombre de 'El Minero'. Pero eso no fue un problema, porque de mayor quería ser pocero. Benito pasaba las horas junto a la manguera de la cisterna, apretando el botón rojo con una mano y dedicado a su deporte favorito con la otra. Terminado el trabajo, conducía su camión por la ruta que tenía más semáforos, en los que se dedicaba a su obsesión con afán.

El día que se estropearon las barreras del paso a nivel de Entrevías, Benito comenzó a hurgarse como de costumbre. Como las barreras no levantaban, él siguió y siguió. Al principio fue un dedo. Luego, la mano entera. A los cinco minutos, entraba el brazo hasta el codo y así hasta que todo él se dió la vuelta como un calcetín.

Cuando repararon la avería, los indignados conductores no acertaban a comprender cómo alguien había abandonado aquel camión en marcha, dejando un mono azul sobre el asiento y unas botas junto a los pedales.

miércoles, 15 de febrero de 2006

El último tren

(Namibia Desert Express)

Todo empezó hace un mes, durante mis últimas vacaciones en Egipto.
Paseando por el zoco de El Cairo, encontré a la venta un maletín blindado, de esos que se usan para guardar las cámaras fotográficas. Tenía buen aspecto y se me ocurrió que me vendría bien, en vista del violento traqueteo al que se había visto sometido mi equipo en los últimos desplazamientos. Tras un breve regateo, conseguí la pieza a un precio más que razonable.

Una vez en el hotel decidí limpiarlo a fondo, ya que estaba lleno de arena y ésta es fatal para los objetivos. Al desmontarlo, bajo una plancha de gomaespuma, apareció una carta manuscrita. Imagino que si no hubiera estado escrita en castellano habría acabado en la papelera, pero al estar en mi lengua no pude evitar que mis ojos se deslizaran por las primeras líneas.

Estaba escrita pulcramente, sin faltas de ortografía. La letra era pequeña, de caligrafía cuidada y trazos elegantes, algo acostados hacia atrás. La regularidad de sus líneas simétricas y limpias se había roto en un par de ocasiones, como si el papel cuadriculado se hubiera movido bruscamente mientras escribían.
Alguien se había dedicado a quitar pacientemente los restos de papel que deja el alambre después de arrancar la hoja.



"No creo en las casualidades. No creo que este desierto en el que acabaré mis días se haya cruzado en mi camino por casualidad. No creo que el destino estropease mi avioneta y me salvara del accidente, para luego dejarme abandonado a miles de kilómetros de cualquier parte, con la única compañía de mi cuaderno, mi bolígrafo y mis recuerdos. No creo que este cofrecillo gris que hace un rato guardaba mi cámara espere mis últimas notas porque sí, ni creo que los que lo encuentren algún día lo hagan por casualidad. Y tampoco pienso que sea por azar que, en este momento final, me acuerde precisamente de ti: una imagen fugaz en mi memoria, sin nombre, casi sin rasgos, apenas una sensación que me cuesta fijar, gastada de tanto y tanto rememorarla. Quizás porque me niego a creer que el azar hiciera que aquella lejana mañana ambos perdiéramos el mismo tren, atrapados en esa pequeña estación de provincias; que decidieras matar el tiempo en la mesa de billar; que mis ojos se posaran en tu espalda; que mi mirada resbalara distraída por la curva de tu traje de chaqueta.

Tu mirada se encontró con la mía, que ascendía por tu cuello para refugiarse en la sombra de esa vaga promesa de terciopelo que adivinaba en tu nuca.
Esquivé el acero de tus ojos durante un instante, buscando instintivamente el abrigo familiar de la punta de mis zapatos. Cuando creí que había pasado el peligro y volví a alzarlos, allí estaban los tuyos, esperándome. ¿Me equivoqué al sentir cierta dosis de divertida curiosidad en ellos? Acertase o no, aquellas chispas que creí adivinar en tu mirada me animaron a seguir. Extrañamente, en aquella ocasión conseguí vencer ese pudor que, de forma invariable, me impulsa una y otra vez a esconderme detrás de mi coraza de fría indiferencia. Tu mirada actuó sobre mí como un bálsamo, calmando el dolor de mi soledad. Un bálsamo cuyo recuerdo aún apaga la sed que hoy me abrasa la garganta. Sobraban las palabras. Permanecimos así, mirándonos, durante unos minutos dichosos, eternos. Finalmente me levanté y salimos tomados del brazo, como si lleváramos haciéndolo así desde el principio de los tiempos.

Aún te veo apoyada en la barandilla de la habitación del hotel. El contraluz insinúa tus formas bajo la combinación de seda. Un tren se detiene bajo el balcón, chirriando con estrépito. En aquel momento nos miramos angustiados y acordamos tácitamente alargar este paréntesis al máximo. Dejamos pasar varios convoyes desde la habitación de aquel hotel de provincias, conscientes de que con cada tren prorrogamos lo inevitable, hasta que tu mirada me anuncia que el próximo será el definitivo.

Ahora sé que el que me acecha entre las dunas es ése mismo tren. El tren al que subiste aquella tarde mientras mi mirada se colaba bajo tu falda, separándote para siempre de mí. Aquél que debí tomar, cuyo descarrilamiento conmocionó a todo el país. Ese tren que ya oigo silbar entre la arena y que esta vez no perderé, dejando esta maleta gris sobre el andén."


(www.kshs.org)


No deja de ser curioso que este hombre diga que no cree en el destino, mientras éste le juega tantas malas pasadas. Por mi parte, tampoco creo que la casualidad o el azar muevan nuestros pasos, sino nuestras decisiones. Todo depende de cómo quieras ver las cosas.
Por ejemplo: ahora estoy escribiendo mi diario, como cada día, esperando al tren que me llevará al trabajo. ¿Es una casualidad que esté anotando una historia de trenes sentado en el banco de una estación? Si, en lugar de tomar mi tren como todos los días, decidiera coger un taxi y tuviéramos un accidente, ¿debería culpar al destino o a mi decisión?

En fin, aquí llega el tren. Mañana continuaré con mis reflexiones.

Madrid, a 11 de Marzo de 2004

Namibia Desert Express

viernes, 10 de febrero de 2006

Guillermo

(http://www.geocities.com/gordonwdrysdale/fkx531saskatchewanlargeview.html)

Guillermo se secó el sudor que empapaba las palmas de sus manos. Esperó una eternidad escondido en la cuneta, oculto tras los matorrales. Para matar el tiempo, abrió el bocadillo que le había preparado su madre y comenzó a mordisquearlo. Al cabo de un rato comenzó a oír el sonido familiar de la camioneta. Un chiquillo pelirrojo con la cara llena de pecas apareció tras la verja, al otro lado del camino. La llave chirrió en la cerradura y poco después apareció en la linde una vieja camioneta verde, que esperó traqueteante a que el muchacho cerrara. Al fin, la destartalada Chevrolet se alejó entre estampidos rodeada de una gran polvareda. Tuvo que apoyarse sobre una roca hasta que sus piernas entumecidas estuvieron preparadas para soportar todo su peso. Sonriendo con malicia, cruzó el sendero y se dirigió hacia la verja.
Con gran esfuerzo, encaramó su humanidad de doce años en una de las piedras bajas y depositó el frasco con la rana en una oquedad a mitad de camino sobre el muro. Resoplando, comenzó a escalar por las rocas llenas de musgo. Los pantalones le apretaban y le impedían subir las piernas lo suficiente para avanzar. Rojo por el esfuerzo, arrastró su barriga por la piedra hasta alcanzar de nuevo el frasco de cristal. Se detuvo respirando con dificultad y se sacudió malhumorado el suéter, que se había llenado de virutas de ramas y musgo seco. Aún en precario equilibrio, sacó del bolsillo un bombón. Casi se cayó al sacarlo de su envoltorio, pero se las ingenió para sujetarse a tiempo. Volvió a repetir la operación con el frasco. Esta vez pudo dejarlo sobre el muro alzándose de puntillas, empujándolo a ciegas con las yemas de sus dedos regordetes. Se remangó el suéter y volvió a estirarse hacia arriba. Tanteando a ciegas sobre el muro, sus dedos encontraron un agarre. Mirando hacia abajo, encontró un lugar donde poner el pie para izarse. Se escuchó el sonido de tela al rasgarse. Enrojeció más si cabe al darse cuenta de que la costura de sus pantalones acababa de ceder. Consiguió izar su cuerpo y, girando sobre su barriga, pasó sus piernas rollizas al otro lado del muro. No había contado con que a este lado la altura hasta el suelo era mayor. La piedra sobre la que apoyó el pie cedió y terminó dando con sus posaderas contra el piso cubierto de maleza. Frotándose la carne magullada, miró con rencor hacia la parte superior, donde había quedado el frasco con su rana.
Intentó escalar para recuperarla, pero la cara interior del muro era más lisa y apenas encontró una pequeña grieta donde encaramarse. Alargó el brazo todo lo que pudo, se aupó sobre la punta de los pies, pero no pudo alcanzarla. Al final tuvo que abandonar la tarea, congestionado y empapado en sudor.

Tras asegurarse de que no había nadie vigilando, avanzó hacia la vieja casona que se erguía en lo alto de la colina. Al tejado de pizarra le faltaban algunas piezas y las paredes de madera necesitaban una mano de pintura. Cruzó la finca con las manos en los bolsillos, orgulloso de su astucia. Lo más difícil había sido convencer a su madre de que no hacía falta que lo acompañara. Se despidió de ella en la callejuela del mercado.
- "Me estarán esperando para embarcar inmediatamente" - había argumentado con fingida seguridad - "únicamente conseguirías retrasarnos".
Recordó con satisfacción a la incauta, tan contenta porque hubiera decidido ir de pesca con el tío Enrique y sus primos. ¡Sería ilusa! Lo tenía claro si pensaba que iba a pasarse cinco días metido en una apestosa barca con el pesado del tío Enrique: "monta así el anzuelo, Guillermito; no te muevas bruscamente, Guillermito; no cantes, Guillermito; no grites, Guillermito...". Guillermito por aquí y Guillermito por allá. Y los mocosos de sus primos haciendo muecas a sus espaldas: "Guillermito, Guillermito...". ¡Por él ya se podían comer su estúpido barco!
Ahora, le esperaba un largo puente de cinco días, con toda la casa a su disposición. Y aún tendrían suerte si no les dejaba un regalito, al final, en pago de su deuda.
Vigiló cuidadosamente las cortinas, a medida que se acercaba a la casa. No parecía que hubiera nadie. De todas formas, subió los escalones del desvencijado porche hasta la puerta principal y llamó con los nudillos.
- "¡Tío Enrique, soy Guillermo!" - voceó disimulando.
Sonrió satisfecho al no obtener respuesta. Aún así, bordeó la casa y tocó en la puerta de la cocina con idéntico resultado.
- "¡Bien!" - exclamó en voz alta, frotándose las manos. Encaramándose de puntillas, se asomó a la ventana del salón. Ya se veía sentado ante la chimenea, fumando en la vieja pipa del abuelo, que su tío guardaba con tanta devoción. Fue dando la vuelta a la casa. La ventana de la cocina también estaba cerrada. Guillermo se relamió pensando en los botes de mermelada que su tío escondía en la despensa. Aceleró el paso hasta llegar a la portezuela del sótano, que se abría a ras de suelo. No necesitó forzarla. Como había previsto, el candado seguía abierto, justo como lo había dejado la semana anterior. Descendió unos pocos escalones y cerró la portezuela tras de sí, echando un vistazo a su alrededor. Por los ventanucos cubiertos de telarañas se filtraba una luz blanquecina. Paseó su mirada por el viejo sótano polvoriento: una bombilla colgaba huérfana del techo. Estantes desvencijados llenos de cachivaches cubrían sus paredes. En el centro de la estancia había un bidón metálico y un par de cajones de madera. En la esquina, una estantería oxidada donde reposaba una caja de cartón de la que sobresalían un par de boyas y algunos anzuelos. Enrollada en el estante inferior, había una gran maroma. La vieja escalera que daba al interior de la casa ascendía justo frente al viejo fregadero del que escapaba de vez en cuando una gota de agua. Guillermo se demoró curioseando en un cajón lleno de revistas y sacó otro bombón aplastado antes de empezar a subir.
Estaba a la mitad cuando le sobresaltó el ruido de un motor que se acercaba. Parecía la vieja Chevrolet de nuevo. Bajó con cuidado los escalones aguzando el oído, cauteloso. Sí. No cabía duda. Reconocería el sonido de esa camioneta en cualquier sitio. Con un estertor final, el motor se detuvo ante la puerta principal. Al cabo de unos instantes, Guillermo oyó cómo se abría la puerta de la casa y escuchó las voces de sus primos.
- "¡Date prisa, renacuajo!" - oyó decir al mayor con su voz aflautada. - "Vamos a perder la marea".
Escuchó protestar su hermano y unos pasos que trotaban escaleras arriba. Guillermo cogió una revista del cajón y se sentó sobre una manta bajo el hueco de la escalera, dispuesto a esperar a que volvieran a marcharse. La portada de la revista mostraba un vistoso rótulo en letras encarnadas.
- "Cuando los dinosaurios poblaban La Tierra" - leyó en voz baja. Comenzaba a hojearla cuando la luz inundó repentinamente todo el sótano. La portezuela se abrió con un chasquido seco y la silueta del tío Enrique se dibujó en la escalerilla. Guillermo se acurrucó todo lo que pudo, temblando bajo manta. Su tío se acercó a la estantería de los aparejos de pesca y estuvo revolviendo un rato hasta que, tras una breve exclamación, pareció encontrar lo que buscaba. Gracias a Dios no se giró hacia él. Subió de nuevo por la escalerilla, refunfuñando con una mano en los riñones y salió dejando caer el portón pesadamente. Instantes después, la vieja Chevrolet tosió de nuevo y se puso en marcha. Con la excitación Guillermo se había olvidado de sus primos. Afinó el oído en busca de cualquier ruido, pero no se oía nada. Pasado un rato se decidió a abandonar su escondite. Volvió a subir por la escalera que daba a la cocina y pegó la oreja a la puerta. Giró el pomo con cuidado y tiró de él. Estaba cerrada. Lo intentó varias veces, empujando con el hombro la hoja. Su mano sudorosa resbalaba en el pomo metálico. Lo intentó de nuevo. Giró el pomo con ambas manos y golpeó fuerte con el hombro.- "Mierda. Esto no hay quien lo abra." - gruñó entre dientes, acariciándose el hombro dolorido. Volvió a bajar, encaminándose hacia la escalerilla. - "Voy a tener que romper la ventana de la cocina" - pensó mientras hacía un repaso mental de las ventanas del piso de arriba, intentando recodar si había visto alguna mal cerrada.
Subió los peldaños sujetándose aún el hombro maltrecho. No cayó en la cuenta de su situación hasta que empujó el portón y éste no cedió: su tío había echado el candado. Tres días después, prisionera en el frasco de cristal, murió la rana.

viernes, 3 de febrero de 2006

Se Vende por defunción

(www.selway.org)

La cálida luz de la tarde se filtraba entre las copas de los pinos. Me fastidiaba que María no me hubiera acompañado a conocer la casa, pero el encanto de aquel barrio residencial fue cautivándome a medida que conducía despacio por la solitaria avenida. Ocultos tras los muros cubiertos de hiedra se adivinaban los tejados de las villas. Mi curiosidad iba en aumento a cada instante. Cualquiera de aquellas mansiones valía diez veces el precio que decía la oferta. Un grupo de chiquillos en bicicleta pasó por la acera, rompiendo por unos momentos la tranquilidad del lugar. Las hojas secas se habían apoderado del vado que llevaba hasta la alta verja oxidada.
Junto a la entrada aguardaba una señorita vestida con un traje de chaqueta gris perla y falda de tubo. Recogía su cabello rubio y brillante en un moño alto muy elaborado. Era bonita, aunque su aspecto me resultó algo anticuado. A través del forjado se divisaba un jardín espacioso tapizado de césped, salpicado de parterres y grandes pinos. La joven me indicó por señas que esperara y, retirando las cadenas, empujó el portón. Se acercó al coche montando en el asiento del pasajero.
– Buenas tardes, le estaba esperando. Mi nombre es Teresa – instintivamente bajé los ojos hacia aquella mano blanquísima de largas uñas granates, fría como el hielo.
– Buenas tardes – respondí intentando ocultar el escalofrío que recorría mi espalda.
Tras la breve presentación, me instó a seguir la calzada que cruzaba el jardín. Mientras conducía despacio por el camino de grava, pude observar a placer la fachada neoclásica de la mansión. Se trataba de una sólida construcción de piedra sillar de dos pisos, con tejado de pizarra del que sobresalían una pareja de ventanas. Paré el motor en la pequeña rotonda, frente a las escaleras de granito de la entrada.
– Siento tener que insistir pero esta casa es, bueno... es mucho mejor de lo que imaginaba. ¿Seguro que el precio es correcto?
– Como le confirmé en nuestra conversación, el precio es el indicado y la casa está libre de cargas. Permítame que le muestre el interior. – se limitó a contestar.
Tras seguirla escaleras arriba, abrió la puerta de madera labrada y me indicó que esperara. Aguardé unos segundos en la penumbra hasta que la joven descorrió unas cortinas a mi izquierda. El efecto resultó impactante. Frente a mí se abría un amplio recibidor. Junto a la pared derecha ascendía una escalera de madera trazando una elegante curva, provista de una barandilla brillante y pulida que continuaba en la galería del piso superior. Bajo esta última había dos puertas y a mi derecha una tercera. Pero lo que me hizo contener la respiración fue la vista del salón situado a mi izquierda. Desde mi posición pude admirar la gran chimenea de granito que ocupaba la pared del fondo. La silueta de la joven se recortaba contra la luz que entraba por el alto ventanal, junto a dos sillones de estilo victoriano y una pequeña mesa de patas torneadas.
Avancé impresionado. La pared que daba a la fachada estaba cubierta por un gran espejo de marco dorado. Frente a la chimenea, algunas sábanas ocultaban lo que parecía un tresillo y una pareja de mesitas circulares. Al fondo, una gran mesa de caoba acompañada de una docena de sillas de respaldos estilizados. Me volví hacia la muchacha, que aguardaba sonriente. Tuve que reconocer que su sobrio traje gris armonizaba deliciosamente con aquel lugar.
– Estoy impresionado. Es aún más hermosa de lo que imaginaba – comenté admirando el cuadro de una dama de cabello dorado que colgaba sobre la chimenea.– ¿De quién es el retrato? – pregunté, a reparar en el curioso parecido entre ambas mujeres.
– Se trata de Doña Carmen de Mendoza, primera propietaria de la casa. Su marido mandó construir este edificio a finales de siglo. Permítame que le guíe por el resto de las dependencias. – me respondió con un tono suave pero firme.
Volvimos al recibidor. No me había fijado en la araña de cristal que llenaba aquel espacio de casi diez metros.
– Allí está la biblioteca. Es una de mis habitaciones favoritas – comentó dirigiéndose hacia una de las puertas que se abrían bajo la galería.
Al pulsar el interruptor pude admirar una sobria estancia de suelo entarimado. Disponía de una pequeña chimenea, frente a la cual esperaban dos sillones de orejas. A mi izquierda, un escritorio exhibía su cuidado trabajo de marquetería. A la derecha había un diván tapizado en color verde oliva. Las paredes estaban cubiertas por sábanas, pero una de ellas se había desprendido, mostrando una sólida estantería cargada de libros.
– ¿Los libros también están en venta? – pregunté pasando el dedo por los lomos de piel.
– Todo lo que hay aquí está incluido en el precio. Muebles, libros y ajuar. La casa está provista de vajilla, menaje, ropa de cama, enseres de jardinería y un sinfín de cosas. Como puede ver, podría quedarse a vivir aquí inmediatamente – sus ojos azules se clavaron por un instante en los míos, antes de bajarlos al suelo batiendo lentamente las pestañas – Sígame, por favor.
Abandonamos la biblioteca y abrió la puerta de la habitación contigua. El baño tenía el suelo de terrazo blanco, con pequeños rombos negros. Sobre el mueble del lavabo de madera oscura, había un espejo ovalado flanqueado por dos tulipas de cristal opaco. Una bañera con patas labradas reposaba bajo el esbelto ventanal.
– El baño – recitó lacónicamente, volviéndose hacia la puerta de entrada. La seguí hasta el centro del hall, acompañado por el eco de sus tacones. Reparé en sus zapatos negros y sobrios, de cómodo tacón ancho.
– Aquí está la cocina. – me indicó franqueándome la última puerta – como puede observar, dispone de un pequeño comedor, despensa y cuarto para la plancha.
Entramos en una habitación espaciosa, con el suelo igual que el del baño. El centro estaba ocupado por un mostrador cuadrado de baldosines, sobre el que colgaban cacerolas y otros utensilios. Como ella había dicho, había una pequeña mesa con cuatro sillas en un lateral y dos puertas gemelas en la pared del fondo. La pila con dos senos de porcelana blanca estaba situada bajo la ventana. La joven se dirigió hasta ella para descorrer las cortinas. Bajo la nueva luz pude observar la encimera con los fogones, bajo la cual se alojaban dos hornos de hierro colado con asas de color oro viejo. Me pareció algo antigua y así se lo hice ver.
– Las calderas y la cocina funcionan a gas. Quizá lo encuentre algo anticuado, pero se encuentran en perfecto funcionamiento. – contestó mientras abría las puertas del fondo.
Tras una de ellas pude observar una habitación vacía con un pequeño ventanuco. La otra daba a la despensa, una estancia más pequeña aún con las paredes forradas de estantes, en los que descansaba algún bote de cristal abandonado. La joven esperó pacientemente, apoyada en el mostrador del fregadero con las manos atrás, mientras yo inspeccionaba la habitación abriendo las puertas de los bajomuebles y revisando las alacenas donde descansaban la vajilla y la cubertería. Al pasar junto a ella sentí una extraña sensación. No pude evitar echar una mirada de reojo a su espalda, buscando sus manos. No sé que esperaba encontrar, un cuchillo o algo así. Meneé la cabeza avergonzado por mis pensamientos. Desde luego había algo extraño en ella, pero imaginar que fuera a acuchillarme por la espalda era cosa de paranoicos. Algo turbado, aguardé al pie de la escalera.
– ¿Subimos? – pregunté pegándome a la pared para hacerle sitio. Se había desabrochado un botón de la blusa de encaje, lo que provocó en mí más inquietud que otra cosa.
– La pared del recibidor está tapizada con telas venecianas. Éste cuadro de su derecha data del siglo XVII y corresponde al retrato de un antepasado de la familia – agregó indicándome un lienzo de dos metros de altura que mostraba el retrato de un hombre con un rico jubón ribeteado y una especie de boina de terciopelo con una pluma.
La joven me precedía en el ascenso. ¿Serían imaginaciones mías o movía sus caderas excesivamente cada vez que atacaba un nuevo peldaño?. Llegamos a la galería. Me llamó la atención el hecho de que únicamente se abriera una puerta en ella, sobre el salón principal. Teresa se dirigió hacia allí lentamente. No. Estaba seguro de que antes no se movía así. Mi inquietud iba en aumento y sentí que mis manos comenzaban a sudar. Se volvió apoyándose en la puerta, su mano derecha sujetando el pomo circular, una pierna ligeramente flexionada y el cuerpo describiendo una graciosa curva.
– Este es el dormitorio. ¿Quieres entrar, Pedro?
Sufrí un sobresalto al oír mi nombre en sus labios. No soy un mojigato, pero tenía un extraño presentimiento. Tardé unos segundos en dominarme. Aquello era una tontería. ¿Por qué razón se me iba a insinuar una joven tan bonita, precisamente a mí? Aquello estaba fuera de lugar. Mientras me convencía de que todo eran imaginaciones mías, ella giró el pomo de porcelana entreabriendo la puerta.
– A eso hemos subido, ¿no? – me quedé clavado, enrojeciendo al captar el doble sentido de mi frase: “Cálmate. Esto es una locura”. La turbación empezaba a dominarme y me sentía sumamente incómodo. Por un momento estuve tentado a salir corriendo de allí.
Dándose la vuelta se introdujo en la oscuridad de la habitación. Esperé azorado junto a la puerta, a la espera de que descorriera las cortinas o algo así. Finalmente oí un ligero chasquido y una lámpara iluminó la estancia con luz cobriza. Frente a mí encontré una cama con dosel de columnas policromadas, cubierta con una colcha de raso granate. Visillos de gasa colgaban de las esquinas, sujetos a las columnas con cintas doradas. El suelo estaba cubierto por una alfombra con arabescos. Di unos pasos vacilantes hacia el lecho. A ambos lados tenía sendas mesillas de madera pulida y oscura, donde descansaban unas pequeñas lámparas con tulipa a juego. Juraría que en la más lejana había un portarretratos con una imagen descolorida. Me giré. Teresa se había soltado el pelo. Su chaqueta descansaba sobre el banco del tocador. Tenía la blusa desabrochada y me miraba con ojos insinuantes. No supe reaccionar. Antes de que fuera consciente de lo que ocurría me encontré rodando entre las sábanas de raso. Hicimos el amor apasionadamente, en silencio. No volvió a abrir la boca hasta pasado un rato. Distraído, dibujaba con un dedo los arabescos de la alfombra sobre su vientre.
– Dime, amor. ¿Te gusta la casa? Como puedes ver, tiene un equipamiento muy completo. – Sus palabras me devolvieron a la realidad. Intrigado, decidí que había llegado el momento de conocer todos los secretos que se me ocultaban.
– Es realmente maravillosa. Y me encantaría poder vivir aquí para siempre. Pero dime, ¿Por qué tiene un precio tan bajo? En el anuncio sólo decía que urgía por defunción. No creo que sus dueños actuales estén dispuestos a regalar así esta fortuna.
– En efecto, el anuncio dice "Urge por defunción”, pero no indica en qué circunstancias se produjo.
Bajando un poco la voz, continuó:
– Es una historia triste. Los últimos inquilinos eran una linda pareja de recién casados. Yo misma le vendí la casa al marido, que la compró como regalo de bodas para su esposa. No se sabe qué sucedió. Al parecer discutieron por la decoración de la casa. Él quería mantenerla como estaba a toda costa, mientras que ella se empeñó en redecorarla de arriba a abajo. Lo cierto es que, en medio de una disputa, el hombre mató a su esposa y se suicidó después.
Reconozco que el relato me impresionó vivamente pero me inquietó más aún su frialdad, arreglándose las uñas distraídamente mientras contaba tal atrocidad. Comencé a sentir frío. Un ligero temblor recorrió mi espina dorsal.
– Es tarde. Debo marcharme ya. – me excusé comenzando a vestirme.
– Pero no me has contestado. – protestó con un mohín - Te vas a quedar la casa, ¿verdad?
Repentinamente me sentí atemorizado. Terminé de vestirme a toda prisa.
– Tengo que consultarlo antes. – tartamudeé antes de salir – Te llamaré mañana mismo.
Abandoné la casa precipitadamente. La puerta aún estaba abierta. Crucé el recibidor como alma que lleva el diablo. Arranqué el coche y salí de allí disparado. Nada más cruzar la verja, paré el motor. Recordé que llevaba mi cámara digital en la guantera. Avancé con precaución unos pocos pasos dentro del jardín y tiré varias fotos a la fachada de la casa, el jardín con los parterres y la rotonda de la entrada. Sentí un sobresalto cuando me pareció ver que uno de los visillos del piso superior se movía. Apunté el zoom hacia allí y disparé. No quise tentar más a la suerte, asustado como estaba, y montando en el coche salí disparado hacia la ciudad.
Llegué a mi casa más tarde de lo debido. Tenía un mensaje de María en el contestador: me citaba para cenar en nuestro restaurante habitual. Llegué a tiempo de milagro.
– ¿Qué tal ha ido con la agencia, has visto la casa? – me preguntó ansiosa nada más pedir la carta.
– Sí. He estado allí toda la tarde.
Pasé a describirle la casa, el jardín, el salón y las habitaciones. Ella se mostraba incrédula, interrumpiéndome a menudo.
– Pero... ¿has visto la vajilla? ¿Era de porcelana?
Aunque no recordaba todas las cosas que me preguntó – ni idea de si los cubiertos eran de acero del 18 o de plata – creo que se hizo una imagen clara del tesoro que albergaba la mansión, como yo insistía en llamarla. María no se lo podía creer. Le conté la tétrica historia de los inquilinos. A pesar de ello, ambos coincidimos en que no parecía suficiente razón para tal regalo. Esperábamos los postres cuando vinieron a mi memoria las fotos.
– ¡Ah, tengo unas fotografías que hice al marcharme! – exclamé recordando de repente.
María se mostró ansiosa por verlas. Tanto, que tuve que volver al coche a por la cámara. La encendí y, acercando nuestras cabezas, seleccioné el último fotograma. María me miró extrañada. La foto mostraba una ventana de madera desvencijada, con algunos restos de pintura blanca, una de las hojas descolgada y los cristales rotos. Estaba rodeada de ramas de hiedra secas, que colgaban lastimosamente de una vieja pared de piedra.
– Me habré equivocado de foto – acerté a decir, atónito. Pasé a la foto anterior. En ella se mostraba un árbol alto y medio seco con el tronco devorado por la hiedra, sobre un suelo lleno de maleza y basura.
– ¿Esta es la famosa mansión? – rió María. – ¿dónde has tirado estas fotos, cariño?
Mi extrañeza iba en aumento. Pasé a otra. Juraría que había retratado los hermosos parterres de violetas y tulipanes. Allí únicamente se mostraba una especie de solar con unos cubos de pintura oxidados y lo que parecía el esqueleto de un sillón de muelles. Volví a pasar. Era la foto de la fachada de una casa en ruinas con una vieja puerta de madera medio arrancada de sus goznes y carcomida por el tiempo. María comenzó a preocuparse. No entendía lo que pasaba, pero mi gesto le indicaba que no se trataba de una broma. Llegué a la primera foto. En ella se mostraba la fachada ennegrecida por el humo de un antiguo caserón con el techo derrumbado y uno de sus laterales derruido. Hasta la puerta ascendían unos peldaños semienterrados de piedra negruzca. Perplejo, quise quitarle hierro al asunto.
– No lo entiendo, juraría que la cámara estaba encendida. – mentí toqueteando los botones – Éstas deben ser del último viaje. Lo mejor es que me acompañes mañana allí y la veas con tus propios ojos.
Ella asintió y no volvimos a tocar el tema en toda la velada. La dejé en casa de sus padres y nos citamos para el día siguiente.
Aquel día, septiembre nos saludó con una tarde ventosa de luz dorada. Conduje despacio por la urbanización, mostrándole a María la zona, deliciosamente umbría y tranquila. Admiramos con detenimiento las villas señoriales espiando a través de las verjas forjadas. Yo miraba de reojo a María, ilusionada con el entorno de grandes pinos, el fresco olor a vegetación y a humedad. Finalmente llegamos frente a la mansión. Allí estaba ella, tras la verja entreabierta. Llevaba el mismo traje del día anterior, el mismo peinado. Paré el motor y me acerqué a su lado.
– Me alegro de que estés aquí. He traído a mi prometida para enseñarle la casa – saludé haciendo un ademán hacia el coche.
– ¿Qué prometida? No entiendo por qué intentas herirme, ¿Acaso es una broma? – contestó mirando hacia el vehículo.
Me volví. En el coche no había nadie. No había oído bajar a María y regresé intrigado. Su puerta estaba cerrada, el seguro bajado. Escudriñé los alrededores, preocupado. No se la veía por ningún lado. Comencé a angustiarme.
– Ven conmigo. He encendido la chimenea para ti. – me alargó su mano la muchacha, insinuante.
Pero yo seguí buscando a María. Comencé a llamarla a voces. Mi angustia iba en aumento a cada segundo. ¿Qué estaba ocurriendo?
– ¡María, María! – abrí la puerta del coche buscando el móvil.
Quedé paralizado. Allí estaba, sentada tal y como acababa de dejarla. Me miraba un tanto enfurruñada.
– ¿Qué haces?¿A qué viene esas voces, te crees que estoy sorda? – preguntó frunciendo el ceño.
– Perdona, cariño, no te veía, pensé que habías salido del coche – balbuceé, aún perplejo.
– Ya. ¿Qué le decías a esa vieja pordiosera?
– ¿Qué vieja? – repuse extrañado – yo no he visto... – volví mis ojos hacia la puerta forjada. Teresa había desaparecido.
– Ésa anciana con la que hablabas. Bueno, ¿me llevas a la famosa casa, o nos vamos a quedar toda la tarde delante de este estercolero? – cortó con una nota de impaciencia en la voz.
Yo no entendía nada. A través de la forja, resaltaba la hermosa mansión bañada con la luz dorada de la tarde. Los parterres de violetas destacando contra el césped recortado, los árboles centenarios mecidos suavemente por el viento. Sus palabras interrumpieron mis pensamientos, tornando mi perplejidad en terror:
– Oye, ¿No son éstas las ruinas de las fotos de anoche?
(www.fallofusher.com)

miércoles, 1 de febrero de 2006

Adios, compañero

Querido compañero:

Cuantos años hemos pasado juntos, desde aquel lejano día en que te cruzaras en mi camino de adolescente tímido.

En aquellos días, mis preocupaciones se limitaban a hacerme un hueco en la pandilla e impresionar a alguna que otra muchacha. Y allí estabas tú para ayudarme, prestándome ese aire de desenfadada arrogancia que me permitía simular una madurez que estaba aún lejos de poseer. ¡Qué tiempos aquellos! Aún me veo apoyado indolente en la esquina de los billares, sosteniendo con desfachatez la mirada retadora de El Rubio, a salvo entre tus volutas azules. Winston americano. Ahí es 'ná'. Dejaba el paquete bien a la vista sobre la mesita de cristal de la discoteca. Ninguno de mis compañeros podía competir con eso. Invariablemente, todas las chavalas que se acercaban al grupo acababan por tomar el paquete en sus manos. "¿Me das uno?" Sus pestañas batían el aire enrarecido y sus ojos se posaban en los míos, alisando sus falditas a cuadros con gesto coqueto.

Más adelante, ¡con qué placer aspirábamos tu humo Lucía y yo aquellas tardes, en el asiento trasero del Simca mil!

Poco después, tú me ayudaste a acortar las largas horas de espera en la mili, mientras soportaba el frío encogido bajo la áspera manta. Fuiste mi refugio cuando necesitaba hacer un descanso en las noches de estudio en la facultad. Tu ayuda me infundió de nuevo una seguridad que estaba lejos de sentir en la entrevista con el señor Ramírez, cuando por fin me admitieron en el periódico.

Nunca olvidaré con qué orgullo repartía mi padre aquellos habanos el día de nuestra boda. Como sólo permitían traer un cartón por persona, cuando volvimos de nuestro viaje de novios a Canarias, engatusamos a la mitad del Inserso para que nos escondieran el resto en sus maletas.

Aquella otra larga noche mientras esperábamos a que naciese Clara, tú fuiste mi única compañía en la solitaria sala del hospital. Al día siguiente, el padre de Lucía vino desde el pueblo cargado de puros para repartir a toda la familia. Tú fuiste otra vez mi refugio en las noches en vela en la edición del periódico, esos años que estuve doblando turnos. Fuiste el bálsamo que alivió mis heridas cuando Lucía y yo empezamos a sufrir aquellas eternas discusiones. Aún me parece ver a Lucía el día que firmamos los papeles del divorcio, con aquel cigarrillo negro en sus manos. En ese mismo instante supe que se había enrollado con su peluquero: Jacinto y su apestoso Ducados.

Hemos pasado muchas horas juntos, sí. Horas tristes y alegres, horas de nervios y de alegría, amigo mío. Pero no me queda más remedio que dejarte. Ese maldito matasanos me ha dado un ultimátum: somos o tú, o yo. Por eso, querido compañero, hoy me despido de ti. La vida es injusta, ya lo sé, pero no puedo hacer otra cosa. Igual que un día Lucía me dejara por Jacinto, hoy soy yo el que te deja. Pero yo no voy a mentirte como ella. Yo voy a ser sincero contigo.

Querido compañero: desde hoy te cambio por un parche.

lunes, 9 de enero de 2006

Cario

La noche caía silenciosa sobre la aldea junto al Santuario de Endovélico. Apenas dos horas antes, los cánticos que acompañaban al sacrificio ritual se mezclaban con las llamadas de las trompas del ejército romano, acampado a las puertas del pequeño poblado Bético.
Sentado frente a la lumbre, Cario, hijo de Conimbro, removía las brasas con el atizador mientras los recuerdos afloraban a su mente. De la habitación contigua llegaba el sonido acompasado de la respiración de su amada Casandra y los ligeros ronquidos del pequeño Nauro.
Moviendo la cabeza como si quisiera ahuyentar algún amargo recuerdo, se incorporó para echar otro leño al fuego, pensando en la larga vigilia que le esperaba. A Cario le costó reconocerse a sí mismo en la silueta de aquel hombre fornido de barba grisácea que le observaba desde el espejo de cobre. Atrás había quedado la figura del joven de cabellos negros y rebeldes. Atrás aquel cuerpo fuerte y curtido en la batalla. Ahora, cuando se acercaba a su cuarenta aniversario, únicamente las cicatrices que marcaban su cuerpo atestiguaban aquel pasado que un día se fue para no volver.
Dejó vagar su pensamiento hacia aquellos días de su juventud, cuando vivía junto a sus padres en la populosa Gadir. Su padre, comerciante de especias, había llegado a poseer dos barcos. Su madre, hija de un sacerdote del templo de Heracles, era experta en hierbas medicinales, cuyos secretos había ido trasmitiendo a Cario pacientemente.

Las imágenes se sucedían en la memoria de Cario con nitidez, como si hubieran ocurrido ese mismo día. Se vio a los quince años, corriendo junto a su inseparable amigo Hiarbas hacia los corrales de la plaza del mercado. Acariciaban a un hermoso semental blanco que se había separado de la manada cuando la confusión se apoderó de la plaza. Se levantó un gran griterío. La multitud corría de un lado para otro entre nubes de polvo. De pronto, Hiarbas levantó su mano señalando hacia la gran puerta de la plaza. Por encima de la polvareda avanzaban dos insignias con el águila de Roma, balanceándose lenta pero inexorablemente hacia ellos. Cruzaron la plaza esquivando a la turba que corría enloquecida y alcanzaron la puerta sur poco antes de que la patrulla sellara el recinto. La casa de Cario estaba al norte, junto a los acantilados que se asomaban al estrecho. Sin dejar de correr se separó de Hiarbas y continuó colina arriba, oteando con preocupación las densas columnas de humo que se alzaban sobre su cabeza.
Frenó en seco al doblar la esquina. Lo que hasta esa misma mañana había sido una hermosa casa encalada con un primoroso patio bordeado de jazmines, era ahora una masa irreconocible de piedras y cascotes humeantes. Entró en el patio jadeando. El cadáver calcinado de su padre yacía con una jabalina clavada en la espalda, cerca del arco de entrada. Horrorizado, corrió hacia el interior de la casa. En la cocina aún humeante, halló el cadáver de su madre. Su túnica estaba desgarrada y su cuerpo mancillado cubierto por la sangre que aún manaba a borbotones del tajo que había seccionado su garganta. Tomó su cabeza y, abrazándose a ella, la apoyó sobre su regazo. El sufrimiento que aún mostraban sus ojos sin vida le perseguiría durante años en sus presadillas. No recordaba cuanto tiempo estuvo allí, cubierto de sangre y abrazado a aquel cuerpo inerte. Repentinamente, notó que unos brazos fuertes y peludos le arrancaban del suelo y le llevaban en volandas hacia el exterior. Intentó librarse mordiendo con fuerza el brazo que le sujetaba. Sonó una imprecación en latín y sintió un golpe en la sien que le dejó sin sentido.

Retiró los ojos del espejo de cobre al sentir que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Con gesto abatido, dejó caer un leño en las llamas, hundiéndose de nuevo en sus recuerdos: fue conducido junto a otros cautivos en la bodega de un carguero apestoso hasta las proximidades de Onuba, donde fueron vendidos como esclavos para trabajar en las minas de plata. Con todo, su suerte no fue peor que la de las muchachas, obligadas a prostituirse en los burdeles del enclave minero, o la de los ancianos y enfermos, asesinados en el mismo momento. Sobrevivió a aquel horror diez años. Diez años de duro trabajo que endurecieron sus músculos; diez años cubierto de pústulas bajo el látigo que endurecieron su resistencia; diez años viendo morir a sus compañeros que endurecieron su carácter; diez años en los que aprendió que la vida no vale nada sin libertad. Por esa razón, el día que las tropas rebeldes ocuparon el enclave, nada quedaba del alegre muchacho que un día habían arrastrado hasta las minas. No dudó en estrangular con su propia cadena al guardián que le vigilaba y unirse al grupo de guerreros, que dirigía un joven lusitano de mirada limpia y modales toscos: Viriato.

Cabalgó junto a él siete años. Fue testigo de su encumbramiento cuando rompió brillantemente el sitio de Tucci, de la aplastante victoria sobre Cayo Vetilio, del asedio de Erisane y, por último, de la ignominiosa traición de Audax y sus secuaces. Cario fue uno de los primeros en arrodillarse ante el lecho de muerte del caudillo y lloró su pérdida amargamente. Toda esperanza de triunfo se desvaneció con él. Tras la disolución del ejército lusitano, vagó sin rumbo por la Bética durante algunos años. Vivía de la caza y ocasionalmente realizaba algunas curas gracias a su conocimiento de las hierbas medicinales, que había ampliado en campaña, pero se negó a unirse a las bandas desorganizadas que asolaban la región dedicadas al pillaje.

Un invierno se presentó aterido de frío a las puertas del poblado que rodeaba al santuario del dios Endovélico, en el Monte de la Diosa. Se dirigió a comprar un cabrito para realizar la ofrenda al dios, pero cuando entró en la cabaña del mercader, una visión cegó sus ojos: ante él se presentó la muchacha más hermosa que jamás había visto. Su tez morena evidenciaba su procedencia púnica; su cabello negro y ensortijado caía en graciosos bucles sobre su espalda, adornando una figura menuda y esbelta. Pero, sobre todo, le cautivaron aquellos ojos negros, los más grandes y limpios que Cario había visto en su vida. Se enamoró al instante de la doncella y, jurándose a sí mismo que algún día la conquistaría, supo que su búsqueda había terminado.
Aún tuvo que pasar otro año hasta que Casandra le abriera su corazón. Durante este tiempo, Cario se instaló en el poblado, utilizando su conocimiento de las hierbas curativas entre los peregrinos que venían a orar al dios. De esa forma logró comprar una casa decente en el camino que llevaba del poblado al santuario y pagar la dote de la joven. La boda, a la que asistieron todos los habitantes de la aldea, se celebró un radiante día de verano. El dios tardó varios años en bendecirles con el nacimiento de su hijo Nauro. Fueron años de felicidad y alegría, dedicados a su amor y al trabajo. A la muerte del padre de la joven, pasaron a regentar el negocio familiar. Para cuando nació Nauro, Cario ya dirigía un próspero negocio, muy solicitado por los peregrinos que recalaban en el santuario para hacer sacrificios rituales en busca de curación, prosperidad o augurios. Negocio que había ampliado con la ayuda del sacerdote de Endovélico, que apreciaba sus conocimientos de las artes curativas, pues atraían a numerosos peregrinos que se acercaban para sanar tumores y otras infecciones.
Nauro cumplió cinco años en medio de la prosperidad y Cario ofreció cinco cabritos blancos al dios, en agradecimiento por los dones recibidos. Esa misma noche, Endovélico se le apareció en sueños. Cario confió su sueño al sacerdote y juntos sacrificaron un toro blanco al dios. El anciano leyó el augurio en sus entrañas y, al terminar, confirmó el mensaje: el santuario caería en desgracia y pronto sería reducido a cenizas. Ante la interpelación de Cario, el venerable asceta únicamente se encogió de hombros, aduciendo que nada se podía hacer si aquél era el designio de los dioses.
A la mañana siguiente comenzaron a llegar con los peregrinos noticias de una nueva ofensiva de Escipión sobre la Bética. Desde los cuarteles de Corduba, los ejércitos romanos habían reconquistado Obulco y Tucci. Cada día llegaba la noticia de una nueva plaza conquistada. Cario conocía de sobra la ferocidad con que las tropas se daban al pillaje y el destino que les esperaba si caían en sus manos. Intentó en vano convencer a Casandra de que debían vender el negocio y trasladarse al norte. La rebelión de Onuba a mediados del verano, que se pagó con la muerte del pretor Lucio Dalmacio, terminó por empeorar las cosas. Escipión clamó venganza y juró ante sus dioses que no dejaría un hombre vivo en toda la Bética, capaz de empuñar un arma. Onuba fue reconquistada y mil hombres ejecutados ese mismo día. El resto de los habitantes de la ciudad, más de diez mil almas entre mujeres y niños, fueron conducidos como esclavos a la Mauritania. Después de eso, los ejércitos avanzaron sin oposición por el valle del Betis.
Hacía dos días que habían acampado a la entrada del poblado, protegido por una pequeña empalizada de madera. El sacerdote de Endovélico salió a recibirles en persona, avisándoles de que pisaban el suelo sagrado del mayor santuario de la Bética. Enviaron un emisario al cónsul y el anciano fue retenido como rehén. La ciudad fue cercada y las tropas quedaron a la espera del regreso de los mensajeros. Al día siguiente llegó Escipión en persona y decretó que aquel lugar sagrado debía ser arrasado para demostrar al pueblo lusitano la fuerza imparable de los dioses de Roma. El anciano fue decapitado y devolvieron su cabeza por encima de la empalizada. Los romanos erigieron un altar a Júpiter y pasaron el día siguiente haciendo sacrificios ante él. Al caer la noche, un silencio lúgubre se adueñó del lugar.

Comenzaba a clarear. Cario se levantó apartando los ojos del fuego. Tomó su espada, que guardaba perfectamente engrasada junto a su armadura, y se dirigió hacia el lecho donde Casandra y Nauro dormían apaciblemente. Observó largamente el rostro de su esposa. Al mirar las largas pestañas que cubrían aquellos ojos dormidos que tanto amaba y la curva del talle que se dibujaba sinuosa bajo las sábanas, sintió que el valor le abandonaba. Sacudió la cabeza, ahuyentando la emoción: "tú no serás pasto de las alimañas" - susurró dominándose - "ninguno de nosotros lo será". Besó la frente de su hijo. Sus dedos jugaron por última vez con sus bucles mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Besó los labios de su esposa, que se rebulló en el lecho dulcemente. Luego, alzando la espada, segó con un tajo seco y certero aquella vida que amaba más que a la suya. Las piernas le flaquearon y tuvo que apoyarse en la cama para no caer. Incorporándose, se giró hacia su hijo. Nauro seguía durmiendo. Apoyó la punta de su arma sobre el pecho del infante y, con fría determinación, la hundió con fuerza. Ni un suspiro salió de su boca. En estado de trance, Cario vistió su armadura de cuero, tomó su viejo yelmo y salió de casa.

Acababa de amanecer cuando los asombrados centinelas vieron abrirse la puerta de la empalizada y salir a un guerrero que se dirigía a galope tendido hacia sus filas. Para cuando las trompetas dieron la voz de alarma, aquél ciclón había llegado hasta el centro del campamento. Varias saetas atravesaban su peto de cuero, pero aún así se abrió paso hasta la mismísima tienda del cónsul. Descabalgó a la carrera y se precipitó bajo el toldo, donde un sorprendido Escipión aún no había tomado sus armas. La guardia personal del cónsul que le cerró el paso tuvo que emplearse a fondo, incrédulos ante aquel torbellino gris que, con el cuerpo atravesado por las flechas y manando abundante sangre, se negaba a morir bajo sus estocadas. Cuatro hombres cayeron antes de que el guerrero muriera, al fin, a escasos pasos de su destino. El propio Escipión le asestó el golpe de gracia. Cuando hundió la espada en su pecho, un terror místico le dominó al ver el rostro de aquel hombre que, con fuerza sobrenatural, había llegado hasta el centro de sus posiciones dejando tras de sí un reguero de cadáveres y ahora mostraba una sonrisa de paz y felicidad.